En la primera fila del
Teatro Gran Rex pasan cosas. Un
asistente cruza el escenario para dar instrucciones a una mujer corpulenta que
está sentada en la pequeña escalera que baja de éste hacia la platea. “Fotos no hay problema, filmar dos o tres
minutos, bien; más, no”. Fiel a su
destino vigilante, la mujer de seguridad traduce para los espectadores de las
primeras filas: “atención: se puede sacar fotos, pero no filmar”. Todos sonríen mirando para otro lado, como si
aparentar no haber oído pudiera eximirlos de alguna falta futura. A dos butacas del cronista –que está sentado
exactamente delante del set de teclados que usará Herbie Hancock durante el
show-, un joven alto, de barba rubia y sonrisa tímida, prepara una cámara de
fotos de aspecto profesional que lleva en un bolso. Entre ambos, una mujer que también vino sola pregunta
a la vigilante cuál es el apoyabrazos que le corresponde a ella (pregunta
insólita). El cronista y el rubio se
apuran a dejar libre su apoyabrazos limítrofe, intercambiando una sonrisa
cómplice.
Se apagan las luces y los
músicos van saliendo de a uno al escenario.
Primero Vince Colaiuta, vestido de jogging –parece que viniera de lavar
el auto- para arrancar un ritmo trepidante en la batería; lo sigue el más
pequeño Zakir Hussain, sentado ante su tabla (conjunto de símil bongós hindúes
de distintos tamaños). Poco después
llega el bajista, un negro enorme llamado James Genus y que forma parte de la
banda estable del programa Saturday Night
Live; seguramente aprovechó las vacaciones del verano boreal para salir de
gira con el autor de “Chameleon”. Genus
podría custodiar la puerta de una discoteca, esto es si estuviera un poco mejor
vestido; así como está, podría meterse en una obra en construcción. Pero ahora está en el escenario, sumando una
escala funky a la salsa que cocinan batería y percusión.
Por último entra un Herbie
Hancock alegre y juvenil, cuya estampa desmiente los ¡73! años que ya
tiene. Viste una casaca roja, que oculta
su torso algo panzón, y unos sencillos pantalones negros. Se sienta dentro del triángulo que forman un
piano Steinway, un enorme sintetizador Korg –alternará entre ambos durante todo
el concierto- al que agregó varias pantallas del tipo pad, y un Roland más
pequeño, de esos que se cuelgan como una guitarra, y que usará en un par de
ocasiones.
PERDIDO EN EL ESPACIO. El cuarteto concluye “Actual proof”, el tema
inicial, a toda máquina, y Hancock se para ante los espectadores con una
sonrisa de oreja a oreja. Simula un
golpe de boxeo, como diciendo: los dejé nocaut.
Agradece el lleno de sus dos conciertos en Buenos Aires (unas seis mil
almas que pagaron precios internacionales).
Explica que a continuación fusionarán “Watermelon Man”, uno de sus
primeros hits, con un tema de un guitarrista africano donde destaca el ritmo
heterodoxo: 17/4. “Le saqué un compás
porque en 16/4 sí se puede groovear…
De todos modos, en tres ocasiones vamos a tocar 17 compases, pero no les voy a
decir cuándo” bromea. Arrancan con “17’s”,
que así se llama, y el espectador debe seguir los constantes breaks de Colaiuta para adivinar el
momento en que éste parece retrasarse y arrastrar a los demás por un
microsegundo. Pasan a “Watermelon
Man”. Luego comienzan a ir y volver entre
ambos, para terminar tocando “Watermelon Man” en 17/4. La música de Hancock está hecha de juego.
Para el tercer tema –en casi
dos horas tocarán menos de diez- el tecladista anuncia que usará un vocoder, el
truco electrónico que en los años setenta le permitió sentirse libre para
cantar “como un astronauta”, como él mismo dice (habría que ver qué piensa del hoy
omnipresente auto-tune). Después de ser descubierto por Miles Davis en
los sesenta, formando parte de su célebre segundo quinteto, Hancock siguió el
llamado de la electrificación y la fusión con ritmos africanos y populares como
el funk; la ironía quiso que en este campo superara comercialmente a su
maestro, que por entonces intentaba captar a nuevos públicos. Mientras el álbum On the corner (1972) de Miles vendía poco y nada a pesar de su estética
y sonidos funky, Hancock vivió un megaéxito con Head Hunters (1973), un disco que resultó bisagra en su obra. Desde entonces tuvo una carrera paralela en formato
bailable, abrazando el funk e incluso la música disco con un hit tras otro; siendo
como es un virtuoso ejecutante, Hancock sobresalió aun más como compositor y en
su deseo de explorar nuevos sonidos.
Durante el resto de los setenta y parte de los ochenta sería un pionero
de la electrónica, un vanguardista del tecno a la par de Giorgio Moroder o
Kraftwerk; después, como a ellos, la tecnología del sampleo lo fue dejando de
lado a medida que una nueva generación –la del rap y el house- se abría camino. A
partir de allí se fue refugiando en el circuito perenne del jazz académico,
recibiendo honores y volviendo de tanto en tanto con discos de espíritu clásico
como River (2007), reciente tributo
a su amiga Joni Mitchell.
Pero a Hancock le encantan
los gadgets y sigue jugando con las
innovaciones que surgen cada año, si bien para esta gira aprovecha mayormente
los que él mismo ayudó a imponer. “Come
running to me”, un tema de la época de oro, suena entonces con vocoder, y tras un
impresionante solo de tabla del hindú Hussain, volverá esa voz electrónica en
soledad, cantando con expresión beatífica algo que podría describirse como una
balada espacial, la banda de sonido que debería reemplazar al “Danubio Azul” en
aquella recordada secuencia de 2001. La música de Hancock siempre invoca el
futuro, pero pertenece a un momento en que la idea de futuro estaba relacionada
con la exploración del espacio exterior; su generación ha tenido que adaptarse
con los años a una nueva concepción, más virtual e introspectiva.
SOBRE EL ARCO IRIS. Así como él mismo toca dentro de un
triángulo, Hancock forma otro más grande con Colaiuta –al centro y al fondo- y
Hussain, que lo mira desde el otro lado del escenario. Por el amplio espacio central se pasea Genus
con su bajo de cinco cuerdas, pivotando con uno u otro músico según se requiera
pulso, acompañamiento melódico –que acostumbra tocar en la zona más aguda del
instrumento, haciéndolo sonar como un teclado- o unos rápidos tableteos con los
que se luce cuando le hacen lugar para un solo.
Hancock ha decidido mostrar todas sus facetas –el pianista clásico, el
astronauta, el monstruo funk- en una misma noche, y la combinación no es fácil:
el groove no suele llevarse bien con
el eclecticismo musical ni con el virtuosismo instrumental. La respuesta parece estar en las alianzas que
los músicos establecen entre sí, siempre efímeras y cambiantes. Hancock y Colaiuta representan por momentos la
destreza occidental traducida en veloz digitación, caminos tortuosos llenos de
cortes y requiebros; un aire perfeccionista y cristalino. Hussain y Genus aportan graves y sangre,
humanizan la mezcla. A veces tecladista
y batería someten a examen al percusionista, con ritmos asimétricos que invitan
a perder el compás; el hindú se sostiene mirando todo el tiempo a los ojos a
sus compañeros, que no le hacen ninguna seña cuando la música está por cambiar.
Pero en otros momentos
Hancock parece ponerse del lado de los “cálidos” y es Colaiuta quien debe
adaptarse a los borbotones del magma funk.
Cuando Hancock se cuelga el Keytar (el teclado-guitarra) y se planta
frente al bajista, el ritmo pasa a ser la base monolítica sobre la que bajo y
teclado pasean sus pegajosos acordes, invitando a bailar aunque el público
nunca abandone sus asientos. La
audiencia ovaciona a Colaiuta cada vez que pueden: “Vinnie, parece que acá
tenés muchos fans” se ríe el líder.
Colaiuta es uno de los sesionistas más respetados y son conocidas sus
clínicas del instrumento; destacado por su habilidad con los polirritmos, que
lo ha vuelto una especie de Bill Bruford del jazz, es famoso por haber tocado
para Frank Zappa un complicado patrón rítmico a primera leída, sin abandonar el
plato de sushi que representaba su almuerzo.
Hancock, por su parte,
termina siendo el más elusivo entre estos virtuosos. Su técnica en los solos se aparta del
habitual estiramiento de melodías y “llenado de notas”, propio de los
intérpretes del jazz. Tampoco es un
percusivo del instrumento, a lo Monk.
Toca mucho, pero no se sabe bien dónde: parece encarar escalas
diferentes con cada mano y navegar sobre el límite entre ambas, al borde de lo
atonal, como un surfer calculando por dónde tomar la ola. Puede mantenerse ahí durante largos minutos,
solo o sostenido por sus músicos, para de pronto cortar a un riff melódico,
conocidísimo, como el de “Cantaloupe Island”.
Las escapadas pueden producirse en cualquier momento y terreno.
El público, entregado, está
lleno de famosos: por ahí están Javier Malosetti –que vino las dos noches- o un
extasiado Luis Salinas. No pocos se
entregan a fotografiar al maestro, provocando la inquietud de la mujer de
“seguridad” que sigue al borde del escenario y debe ser la única que no mira para
arriba. En la fila del cronista, el
rubio no deja de gatillar, mientras la espectadora arisca insiste en no usar sus
apoyabrazos. Los músicos saludan y se
retiran, pero Hancock se lleva el Roland...
De donde surgirá minutos después la base de “Rockit”, su gran hit de los
ochenta, aun antes de que Herbie vuelva al escenario para intercambiar escalas
con el bajista, en un mix de este tema con “Chameleon” que termina la noche y
el show.
Hancock nunca abandonó su
sonrisa, y para cuando se encienden las luces ésta se reproduce en todas las
caras. Entonces el cronista encara al
rubio, a quien cree conocer de cierto festival.
El joven tímido, fotógrafo y aficionado resulta ser Damián Szifrón, el creador
de esa serie televisiva de culto llamada Los
simuladores. Difícil no pensar que
en el placer de nuevas generaciones como la suya esta música, marca de un
futuro que ya es pasado, se sostiene, late, continúa viviendo. Toda una proeza para este
hiperprofesionalismo devaluado en tiempos de viralidad, videos caseros,
cantantes que susurran y culto al lo-fi.
Los conciertos tuvieron lugar los días 19 y 20 de agosto de 2013. Las fotos que ilustran la nota no fueron tomadas en el Gran Rex.
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