Viaje al interior de Vaca Muerta


Nota publicada en edición especial de National Geographic en español, noviembre 2013. Fotos de Adrián Pérez / Zur.

En un día de sol y desde un helicóptero a cien metros de altura sobre la meseta norte de Loma La Lata, puede verse 25 kilómetros a la redonda.  Pero en toda esa extensión no se divisa ningún poblado.  Cerros bajos y lomadas de clima desértico y vegetación de estepa son interrumpidos apenas por rectángulos de tierra alisada, de algunos de los cuales sobresalen torres de perforación.  Otros tienen cigüeñas de bombeo (son convencionales, de producción secundaria); los de producción primaria, ya terminados, son casi invisibles desde el aire.  Una red de caminos rectos y polvorientos los comunica a través de la nada.
A este paisaje mineral se llega subiendo por un camino que sale de la ruta provincial 7 frente a la población de Añelo.  El valle que divide en dos la meseta desaparece y con él, el pueblo, las chacras y el asfalto.  Los caminos de ripio, color arena, son recorridos por camiones y camionetas.  Pero la mayor parte del tiempo están vacíos.  La planicie, interrumpida por algunas elevaciones aquí y allá, está poblada de arbustos pequeños.  El más habitual es uno de ramas color verde intenso, casi fluorescentes, repletas de espinas y con algunas hojas pequeñas.  Se llama chañar brea y forma unos globos aplastados de hasta un metro de altura.  Cuando el viento sopla y el arbusto está seco, puede arrancarlo desde la base y hacerlo rodar como en un western.  No es casual: en el desierto de Arizona también abundan.
Pero lo que predomina en Loma La Lata son las piedras.  Las hay de muy diversos colores y tamaños, semienterradas en el campo arenoso; forman parte de un plegamiento continental relativamente reciente, el Grupo Neuquén, de unos 65 millones de años de edad.  Se formó junto con la cordillera de Los Andes, cuando los ríos comenzaron a bajar en pendiente y fueron socavando y arrastrando fragmentos de rocas, muchas de ellas ígneas, que al enfriarse se fueron redondeando o elongando como guijarros.  Formando clusters, fueron depositándose en una cama de formación arcillosa, que a veces se distingue en el corte vertical del cañadón y tiene la apariencia de un enorme pan dulce grisáceo.
Esas piedras están en todas partes y pueden embotar al caminante.  Pero casi nadie camina en Loma La Lata.  Las camionetas van rápido en el ripio, levantando una nube de tierra visible a lo lejos.  Cuando dos vehículos se cruzan de frente, los conductores suelen sacar una mano del volante para tocar el parabrisas.  Parece un saludo, pero en realidad es para evitar que alguna piedra de las que saltan bajo las ruedas del otro vehículo quiebre el vidrio, en caso de tocarlo.
Nuestra primera parada es lo que llaman batería, un grupo de nueve trailers formados en doble U sobre un terreno alisado.  Por fuera, una hilera de torres de energía hace un desvío para acercar electricidad por sobre el alambrado.  Más allá, la nada.  Allí funciona la Gerencia de No Convencionales de YPF, recién mudada por un conflicto con una de las comunidades mapuches de la zona.  La instalación tomó tres días y detrás del predio hay otro igual, ya alisado, para traer el resto de la gente.  El sol cae a pico sobre los trailers, equipados con aire acondicionado, y los techos de las camionetas.  Todo el mundo está adentro y cada tanto las puertas se abren y cierran para pasar de un trailer al otro.  En el interior de cada uno hay tres o cuatro escritorios, con coquetas ventanas que miran hacia fuera como si hubiera algo que mirar. 
Anyelén Larssen, 31 años, ingeniera química, es la única mujer de este equipo.  Nació en De La Garma, un pueblo bonaerense cercano a Tres Arroyos que tiene 1.600 habitantes.  Recibida en La Plata, entró a YPF como pasante en 2007 y dos años después pasó a planta, momento en que tuvo que elegir un yacimiento donde trabajar. “Mendoza es difícil porque es como un premio a la trayectoria, y Comodoro (Rivadavia) se me hacía difícil por la distancia” nos explica, mientras acepta soltarse el pelo para el fotógrafo.  Su novio, a quien conoció haciendo un master en la empresa, trabaja en el trailer de al lado.  Planean casarse.  En Neuquén capital, de donde los trae la combi matutina, todos sus amigos les preguntan por el fracking, el polémico método que ellos prefieren llamar estimulación -y no fractura- hidráulica, tal vez porque suena menos negativo.  “El tema sale, aunque no queramos, con todos los que nos conocen.  Nos preguntan si es cierto lo que se dice, si contamina, si hay sismos, etc.  Hay mucho desconocimiento, y probablemente también un error nuestro en cuanto a la difusión.  La gente no sabe, por ejemplo, que la Provincia regula el agua que usamos”.
La batería está justo en el centro del yacimiento Loma La Lata; ya hay unos cien pozos abiertos de shale, de los cuales 57 son de este año, y restan hacer unos 65 para cumplir la meta anual pautada.  En 2014 el desafío será hacer otros doscientos, para lo cual la cantidad de equipos perforadores también va ajustándose: hoy hay 17, terminarán el año con 24 y esperan tener 30 el año que viene.  “Los números son impresionantes, un orgullo y un desafío” sonríe la rubia. “No es usual ver semejante magnitud”. 

 

Anyelén es jefa de operaciones del yacimiento Loma Campana, ubicado en la esquina nordeste de Loma La Lata.  Es media hora de camioneta desde la batería, cruzando campo que parece intocado.
Allí, en el pozo 126, está trabajando uno de los diez equipos de perforación a su cargo.  Para ingresar hay que cumplir las normas: mameluco, borceguíes y, fuera de los trailers que circundan el pozo, casco, lentes y guantes antiflama.  También dan unos tapones para los oídos.  Un grandote de piel oscura y acento mexicano –se llama Efraín- nos hace ver un video de seguridad.  Aprendemos que en caso de emergencia hay dos puntos de reunión en rincones opuestos, marcados con carteles; el que se use dependerá de la dirección del viento en ese momento.
En el centro del predio, una torre que intimida emite un zumbido permanente.  Debajo de la plataforma central, unas tuercas y embudos gigantescos contienen la presión del pozo y sostienen el centro de la estructura.  La plataforma tiene piso metálico y tiembla bajo nuestros pies: en el centro hay un hueco engañosamente pequeño por donde baja la herramienta de excavación, un motor pequeño con una cabeza hecha de carburo de tungsteno, de movimiento rotatorio; es la broca o trépano.  Detrás suyo, el caño de perforación, que se va empequeñeciendo a medida que se va más profundo (el pozo está compuesto de varios casings concéntricos).  Ahora está bajando un caño de unas 8 pulgadas en breves empujones, unos pocos centímetros cada vez, por el hueco que conduce al pozo.  Unas columnas pintadas en un panel permiten medir a simple vista el descenso en pulgadas y centímetros.  Pero la real medición es electrónica y se realiza en dos trailers ubicados en el piso del pozo.  Desde allí se chequean las presiones y el comportamiento de la roca, y tienen comunicación permanente con una cabina de operación ubicada sobre la plataforma.  Alrededor del tubo que baja, y hacia arriba, está la torre propiamente dicha.  A mitad de camino está suspendido un cajón con el número del pozo pintado de manera que pueda identificarse desde lejos; contiene la cabina desde donde se van montando los caños dentro de la torre.  Los operarios subidos allí tienen un estricto protocolo de movimientos, cuyo propósito es que siempre haya al menos uno fuera de la cabina en caso de emergencia.  Una fuga de presión puede hacer volar a una persona por el aire, y en tal caso, es importante que alguien presente pueda maniobrar de inmediato.
Efraín, el gigante mexicano, es el encargado de que se cumpla ese protocolo, y Oscar Zambrano, colombiano, es el representante de la empresa en el lugar, encargado de supervisar toda la tarea; se lo llama company man, y es el responsable del pozo.  Ambos trabajan para Schlumberger, una multinacional que presta servicios a YPF en la zona.  Cuando no está supervisando pozos, Oscar vive en Polonia, donde se convirtió en un experto en shale consultado hasta por el propio gobierno.  “En 2006” cuenta, “se publicó un informe donde anunciaban que después de EE UU, Polonia era el gran reservorio de shale gas.  Esto generó mucha expectativa, el ministerio polaco del área dio 82 licencias para explorar, y llegaron muchas compañías.  Trabajé tres años allá, incluyendo la perforación del primer pozo de shale en el país, y también fracturas”.  Polonia tuvo que defender su postura pro-fractura en la Unión Europea –Francia, que no tiene petróleo y depende de la energía nuclear, estaba en contra- y ganó su derecho a la explotación no convencional con un informe basado en investigación in situ hecha por el propio Zambrano.  “La ironía es que después de todo eso, perforamos… y no había gas”.
Oscar está sorprendido por las características del shale de Vaca Muerta: “comparado con lo que venía acostumbrado a hacer, aquí veo que hay que cerrar el pozo, hay mucha presión, porque sale gas y petróleo… Un petróleo lindo además, que no huele a azufre, precioso”.  El crudo que está saliendo de la roca madre es de color claro y carece de aromáticos (base de los aceites), por lo que YPF está estudiando cómo acondicionar sus refinerías para el tratamiento del nuevo producto, no “adecuado” para una refinación tradicional.
Pero todavía falta mucho para eso; en el 126 se está tratando de llegar a Vaca Muerta.  Nos explican los desafíos técnicos de perforar a través de varias formaciones geológicas -Quintuco es la más conocida por brindar hidrocarburos convencionales- para llegar, en este caso, a 3.500 metros de profundidad.  La fractura hidráulica, en estas perforaciones, era habitual mucho antes de que se pensara en explotar una roca madre; en la Argentina se viene haciendo hace unos quince años, a menores profundidades, y en el mundo desde mucho antes.  Es la mejor manera de atravesar rocas que por su dureza o condiciones especiales no podrían cruzarse de otro modo.  Se calcula que en Argentina un 70 por ciento de los pozos es fracturado en la perforación.  El “punzado” –las mentadas detonaciones bajo tierra- también es antiguo, y menos espectacular que lo que suele imaginarse.  Pero hablaremos de eso más adelante. 
Ahora, el equipo –como se llama al trépano de dimensiones y formas variables según la necesidad- está a 3.070 metros, y desde los 2.500 está haciendo una curva de 3,5 grados cada cien metros: el ángulo se logra con unos anillos ubicados al frente del motor, y se ajusta antes de bajarlo a la formación.  La idea es que la curva llegue a 90 grados –en rigor 92º por la trayectoria del pozo- en los 3.500 metros; a partir de allí, el pozo 126 tendrá una trayectoria horizontal, como la de los pozos de shale norteamericanos (allá las rocas madre tienen menos espesor y por eso se favorece el pozo horizontal para aprovechar más el recurso).  En Neuquén, en cambio, la roca tiene un espesor de hasta 400 metros, lo que permitirá por un lado explotar shale en pozo vertical, y además fracturar en distintos niveles de ese vertical, siguiendo las líneas de tensión de la roca.
“Con una buena aplicación se hacen entre siete y diez metros por hora” cuenta Zambrano, y nos describe el under balance drilling, herramienta que permitirá absorber el gas que despida Vaca Muerta cuando entren a la formación (el gas es el hidrocarburo más liviano; siempre sale primero).  El principal problema, a estas profundidades, es la presión: un riesgo calculado con el monitoreo permanente de los sedimentos que trae el agua que vuelve del pozo.  Quintuco, la formación que se está atravesando, es de calizas arcillosas y el agua usada en la perforación es tratada con diesel para evitar una reacción química –groseramente, la hidratación de la arcilla- que aumentaría el volumen de la roca y haría colapsar el pozo.  Sobre la plataforma, el olor del combustible es notorio: una serie de zarandas ubicadas bajo el piso van haciendo de filtro y rompiendo el lodo que viene con el flowback, para que libere el gas que pueda tener atrapado.  De esas zarandas se obtienen muestras de roca que serán analizadas en uno de los trailers; una cada tres metros de avance, lo que significa cada quince minutos o media hora, según la roca y la herramienta que se esté utilizando.
Carlos Figueroa, un mendocino de cara mansa y pelo colorado, debe tener menos de treinta años.  Es ingeniero químico; aquí se encarga de monitorear una serie de indicadores de lo que está ocurriendo en el fondo, para avisar a los maquinistas si pasa algo.  También prepara los cuttings del lodo, que el geólogo va a revisar.  Mientras nos está mostrando su trabajo, aparece un zumbido monocorde: una alarma.  Explica que está subiendo el flujo de retorno, pero no es gas todavía: el pico es muy pequeño.  Cuenta que antes trabajó en la industria química, en pintura; ahora se siente orgulloso de participar en la aventura del shale.  “Justo en este lugar, dicen que es uno de los emprendimientos más importantes que hay en Sudamérica…  Hay que ponerle pila y laburar”.  Está emocionado.

 

Volvemos hacia el sur para visitar el pozo 621, donde están haciendo una estimulación hidráulica.  Es lo que se conoce como “pozo de fracking”: la segunda etapa de un proceso que empezó cuarenta días antes, con una perforación como la del 126.  La etapa de exploración, clave en la explotación convencional, aquí fue un trámite: ya se sabe que Vaca Muerta está debajo de todo el paisaje, y toda la roca tiene hidrocarburo en su interior.  Sólo resta ver dónde las variables auguran un pozo más rendidor.
La perforación suele durar unos 30-45 días, si bien esto depende de las dificultades que presenta cada lugar.  Una vez encamisado, esto es con la cañería completa, el pozo se limpia y cierra con una válvula al ras del piso; luego se retira el equipo de perforación y entra el de fractura, con una torre mucho más pequeña.
Así como la perforación impresiona en altura, la estimulación hidráulica lo hace en la dimensión de lo que ocurre sobre la superficie, si bien falta quizá la mística que uno asocia a la figura de la torre tradicional.  En una fractura pueden estar trabajando hasta cien personas a la vez; unas veinte en la actividad en sí, y el resto en toda la logística.  Lo primero que se percibe son las enormes piletas azules de YPF, de 80 metros cúbicos de capacidad: suerte de trailers con ruedas, llegan vacías porque para cargar cada una hacen falta algo más de dos camiones cisterna (capacidad: 35 m3).  Pueden llegar a ser unas 40 piletas, generalmente dispuestas en U alrededor del pozo.  Una cola de camiones espera a la entrada su turno para cargar; pueden llegar a ser unos cien viajes, entre el agua y la arena que formarán el 99,5% del lodo de fractura.  El resto son los aditivos que se agregan al líquido para darle viscosidad y otras propiedades que asegurarán el transporte de la arena a las fracturas, donde se depositará manteniéndolas abiertas.  La escala de todo el proceso se debe a la profundidad a la que está la roca: hay que meter el líquido a presión y para llegar a cubrir todas las hendiduras se cuenta con 2.800 m3 en el lugar.  Es decir, en el medio de la nada.  La clave es la logística.
El procedimiento empieza con el punzado, que consiste en bajar un cañón de aproximadamente un metro de largo, relleno con unos ocho explosivos que detonarán a unos 3 mil metros de profundidad.  Están dispuestos de manera helicoidal y detonan con una descarga eléctrica, atravesando el caño perpendicularmente y penetrando en la formación entre 10 y 30 centímetros.  La explosión no se oye.  Un segundo cañón despide cuñas-tapón que mantendrán abierta la hendidura mientras se prepara el fluido de estimulación.  En este pozo lo harán cinco veces –fractura, tapón- a distintas alturas dentro de Vaca Muerta.
El agua gelificada se prepara en el lugar, ya que está diseñada para cambiar sus propiedades una vez dentro de la formación, y si no se usa, en media hora perderá su viscosidad.  Las piletas terminan en una conexión a un gran tambor mezclador, donde se prepara el gel con los aditivos que hagan falta según las características del pozo.  De ahí va a otro equipo donde cae la arena y queda todo unido con un sistema tipo centrífugo.  El siguiente paso es la bomba, que lo chupa y manda al pozo.
Hay diez bombas trabajando simultáneamente.  Los equipos transmiten su vibración al piso y un ruido sordo embota los sentidos.  Los operarios hacen buen uso de los tapones para los oídos, de goma color naranja; de alguna manera se escuchan en sus handys.  Un cañón ya detonado, en el piso, parece un colador grueso con forma de palo de amasar.  Todo el mundo está ocupado.
“Usamos un caño flexible de dos pulgadas” nos va contando Jorge Castañeda, supervisor de operaciones de workover (rionegrino).  El caño termina en una fresa y tiene un motor de fondo, que bombea agua en el trayecto previamente punzado.  “El helicoide con la presión, mueve la fresa y rompe los tapones, de manera que nos deja todo listo y produciendo”.  La arena especial incluida en el lodo ya está en la hendidura y resistirá la tremenda presión de la roca (unas 10 mil atmósferas), construyendo una vía más permeable por donde fluirá el hidrocarburo.
El equipo dejará el pozo produciendo en una semana.  La fractura llevó sólo un día (unas tres horas y media; el tiempo varía según el pozo y la escala); el resto se va en controlar el comienzo de la producción, instalarse y retirarse.  En la locación donde estamos hay cuatro pozos perforados con sus correspondientes válvulas de cierre; el equipo se irá mudando de uno a otro.  Los pozos están cercanos en la apertura, pero al llegar a Vaca Muerta se curvan en direcciones diferentes; de esta manera se cubre un área mayor desde un alisado relativamente pequeño.  La distancia entre los cuatro pozos varía según las pruebas; aquí, los dos al norte están a 90 metros de los dos sur; y a 30 metros entre sí.  “Los 90 metros son porque perforaron dos equipos simultáneamente” explica con acento cordobés Pablo Casanueva, a cargo de la parte logística.  “Se calcula esa distancia para que si cae una torre, no toque a la otra.  Y los 30 metros de mínima son para trabajar más cómodos en caso que querramos intervenir el pozo más adelante para limpiarlo, por ejemplo.  A veces los no carbonatos o las parafinas tapan una parte y baja el caudal de producción”.  Todavía es pronto para hacer una previsión, pero teniendo en cuenta la experiencia de EE UU, se calcula que una vez que el pozo entra en producción no habrá que volver a fracturarlo en cinco años, por lo menos.

                                

Cae la noche en el pozo 126.  El clima es muy diferente al de la mañana: Zambrano, antes didáctico y hasta jovial, ahora está muy serio.  Pasa que mientras presenciábamos el fracking en el otro pozo, este equipo entró a Vaca Muerta y ahora las presiones se irán acercando a lo imprevisible, sobre todo en la horizontal.  Es momento de ir avanzando pulgada por pulgada, midiendo todas las variables, para evitar sobresaltos.  Es lógico que el company man esté preocupado.
En cambio José Castro, el jefe del equipo local de perforación, se ve exultante.  Morocho, corpulento, de rostro curtido, tiene todo el tipo del ypefiano, el veterano de mil batallas.  Sale de su trailer y se para a observarnos, las manos en la cintura, las piernas abiertas sobre la suave vibración de la tierra alisada.  Uno casi lo imagina musitar, como Robert Duvall en Apocalipsis now: “me gusta el olor del napalm por la mañana”.
Todavía falta lo más difícil, pero para él no importa: el equipo ya llegó.  Su equipo.  “Esta es mi torre; yo voy con ella de pozo a pozo, perforando” dice, con los lentes negros que lo hacen parecer todavía más canchero.  José lleva 35 años en la empresa.  Se nota que el shale, para él, es en el fondo una anécdota.  Una moda más.  En diez días, tras vagar horizontalmente por Vaca Muerta hasta alcanzar unos 4.700 metros de largo, el pozo terminará encamisado con tres aislaciones, la última un caño de 5 pulgadas.  Una vez tapado la torre, en un milagro de ingeniería, será plegada al ras del piso y luego desarmada, para su traslado a la próxima locación, donde los espera sólo un pedazo de tierra alisada.
En el trailer del fondo, mientras tanto, el geólogo Marcelo Barroso –sanjuanino, 36 años- examina los nuevos cuttings de la roca.  El “hachazo” cambia notoriamente cuando se entra en la formación, pasando del gris de Quintuco a un negro oscuro.  El equipo de perforación tiene también una corona, que rodea el caño  y va dejando una muestra de lo que encuentra en el interior.  Cuando llega al tope de capacidad se produce un corte de la muestra y se extrae.  Las coronas son revisadas primero en el trailer, y luego serán enviadas a La Plata, donde un equipo de geólogos las examina en el microscopio electrónico para analizar en detalle sus componentes y seguir completando el mapa geológico.
Todos ellos dormirán allí, en los trailers.  Las camas son pequeñas, la comida, de microondas, y la organización resulta esencial.  Entre simulacros, operación, monitoreo, muestras, limpieza, la vida del pozo nunca se detiene.  Las cuadrillas son tres y se turnan semanalmente; los geólogos, dos, con turnos de catorce días.  El company man vive en el pozo hasta que se termine de desarmar.  Después, veinte días de descanso, que Oscar pasará en Polonia; de Buenos Aires sólo conoce el aeropuerto.  “Me dijeron que tendría que conocer San Telmo” concede, pero se nota que tiene poco interés.  Su mundo es su casa, y las derivas por los rincones del shale.

Marcelo, el geólogo, me cuenta el secreto de la roca: “voy midiendo el valor de los carbonatos de calcio y magnesio; cuando hay desequilibrios entre ambos, podría haber una reacción secundaria que haya formado un reservorio.  Pasa que en ese momento geológico hubo una interacción química entre los dos carbonatos, donde el ion magnesio reemplazó al ion calcio.  Y como éste es más grande que el otro, al cambiar por magnesio queda un hueco, un poro, donde puede haber hidrocarburo”.  El poro es nanométrico, y hay que verlo en el microscopio electrónico para creer que esa piedra contiene líquido.  Todavía no se sabe cómo diablos hace para salir de ahí.
                                 

Herbie Hancock en Bs. As.: El futuro que pasó

En la primera fila del Teatro Gran Rex pasan cosas.  Un asistente cruza el escenario para dar instrucciones a una mujer corpulenta que está sentada en la pequeña escalera que baja de éste hacia la platea.  “Fotos no hay problema, filmar dos o tres minutos, bien; más, no”.  Fiel a su destino vigilante, la mujer de seguridad traduce para los espectadores de las primeras filas: “atención: se puede sacar fotos, pero no filmar”.  Todos sonríen mirando para otro lado, como si aparentar no haber oído pudiera eximirlos de alguna falta futura.  A dos butacas del cronista –que está sentado exactamente delante del set de teclados que usará Herbie Hancock durante el show-, un joven alto, de barba rubia y sonrisa tímida, prepara una cámara de fotos de aspecto profesional que lleva en un bolso.  Entre ambos, una mujer que también vino sola pregunta a la vigilante cuál es el apoyabrazos que le corresponde a ella (pregunta insólita).  El cronista y el rubio se apuran a dejar libre su apoyabrazos limítrofe, intercambiando una sonrisa cómplice.
Se apagan las luces y los músicos van saliendo de a uno al escenario.  Primero Vince Colaiuta, vestido de jogging –parece que viniera de lavar el auto- para arrancar un ritmo trepidante en la batería; lo sigue el más pequeño Zakir Hussain, sentado ante su tabla (conjunto de símil bongós hindúes de distintos tamaños).  Poco después llega el bajista, un negro enorme llamado James Genus y que forma parte de la banda estable del programa Saturday Night Live; seguramente aprovechó las vacaciones del verano boreal para salir de gira con el autor de “Chameleon”.  Genus podría custodiar la puerta de una discoteca, esto es si estuviera un poco mejor vestido; así como está, podría meterse en una obra en construcción.  Pero ahora está en el escenario, sumando una escala funky a la salsa que cocinan batería y percusión.
Por último entra un Herbie Hancock alegre y juvenil, cuya estampa desmiente los ¡73! años que ya tiene.  Viste una casaca roja, que oculta su torso algo panzón, y unos sencillos pantalones negros.  Se sienta dentro del triángulo que forman un piano Steinway, un enorme sintetizador Korg –alternará entre ambos durante todo el concierto- al que agregó varias pantallas del tipo pad, y un Roland más pequeño, de esos que se cuelgan como una guitarra, y que usará en un par de ocasiones.

PERDIDO EN EL ESPACIO.  El cuarteto concluye “Actual proof”, el tema inicial, a toda máquina, y Hancock se para ante los espectadores con una sonrisa de oreja a oreja.  Simula un golpe de boxeo, como diciendo: los dejé nocaut.  Agradece el lleno de sus dos conciertos en Buenos Aires (unas seis mil almas que pagaron precios internacionales).  Explica que a continuación fusionarán “Watermelon Man”, uno de sus primeros hits, con un tema de un guitarrista africano donde destaca el ritmo heterodoxo: 17/4.  “Le saqué un compás porque en 16/4 sí se puede groovear… De todos modos, en tres ocasiones vamos a tocar 17 compases, pero no les voy a decir cuándo” bromea.  Arrancan con “17’s”, que así se llama, y el espectador debe seguir los constantes breaks de Colaiuta para adivinar el momento en que éste parece retrasarse y arrastrar a los demás por un microsegundo.  Pasan a “Watermelon Man”.  Luego comienzan a ir y volver entre ambos, para terminar tocando “Watermelon Man” en 17/4.  La música de Hancock está hecha de juego.
Para el tercer tema –en casi dos horas tocarán menos de diez- el tecladista anuncia que usará un vocoder, el truco electrónico que en los años setenta le permitió sentirse libre para cantar “como un astronauta”, como él mismo dice (habría que ver qué piensa del hoy omnipresente auto-tune).  Después de ser descubierto por Miles Davis en los sesenta, formando parte de su célebre segundo quinteto, Hancock siguió el llamado de la electrificación y la fusión con ritmos africanos y populares como el funk; la ironía quiso que en este campo superara comercialmente a su maestro, que por entonces intentaba captar a nuevos públicos.  Mientras el álbum On the corner (1972) de Miles vendía poco y nada a pesar de su estética y sonidos funky, Hancock vivió un megaéxito con Head Hunters (1973), un disco que resultó bisagra en su obra.  Desde entonces tuvo una carrera paralela en formato bailable, abrazando el funk e incluso la música disco con un hit tras otro; siendo como es un virtuoso ejecutante, Hancock sobresalió aun más como compositor y en su deseo de explorar nuevos sonidos.  Durante el resto de los setenta y parte de los ochenta sería un pionero de la electrónica, un vanguardista del tecno a la par de Giorgio Moroder o Kraftwerk; después, como a ellos, la tecnología del sampleo lo fue dejando de lado a medida que una nueva generación –la del rap y el house- se abría camino.  A partir de allí se fue refugiando en el circuito perenne del jazz académico, recibiendo honores y volviendo de tanto en tanto con discos de espíritu clásico como River (2007), reciente tributo a su amiga Joni Mitchell.
Pero a Hancock le encantan los gadgets y sigue jugando con las innovaciones que surgen cada año, si bien para esta gira aprovecha mayormente los que él mismo ayudó a imponer.  “Come running to me”, un tema de la época de oro, suena entonces con vocoder, y tras un impresionante solo de tabla del hindú Hussain, volverá esa voz electrónica en soledad, cantando con expresión beatífica algo que podría describirse como una balada espacial, la banda de sonido que debería reemplazar al “Danubio Azul” en aquella recordada secuencia de 2001.  La música de Hancock siempre invoca el futuro, pero pertenece a un momento en que la idea de futuro estaba relacionada con la exploración del espacio exterior; su generación ha tenido que adaptarse con los años a una nueva concepción, más virtual e introspectiva.

SOBRE EL ARCO IRIS.  Así como él mismo toca dentro de un triángulo, Hancock forma otro más grande con Colaiuta –al centro y al fondo- y Hussain, que lo mira desde el otro lado del escenario.  Por el amplio espacio central se pasea Genus con su bajo de cinco cuerdas, pivotando con uno u otro músico según se requiera pulso, acompañamiento melódico –que acostumbra tocar en la zona más aguda del instrumento, haciéndolo sonar como un teclado- o unos rápidos tableteos con los que se luce cuando le hacen lugar para un solo.  Hancock ha decidido mostrar todas sus facetas –el pianista clásico, el astronauta, el monstruo funk- en una misma noche, y la combinación no es fácil: el groove no suele llevarse bien con el eclecticismo musical ni con el virtuosismo instrumental.  La respuesta parece estar en las alianzas que los músicos establecen entre sí, siempre efímeras y cambiantes.  Hancock y Colaiuta representan por momentos la destreza occidental traducida en veloz digitación, caminos tortuosos llenos de cortes y requiebros; un aire perfeccionista y cristalino.  Hussain y Genus aportan graves y sangre, humanizan la mezcla.  A veces tecladista y batería someten a examen al percusionista, con ritmos asimétricos que invitan a perder el compás; el hindú se sostiene mirando todo el tiempo a los ojos a sus compañeros, que no le hacen ninguna seña cuando la música está por cambiar.
Pero en otros momentos Hancock parece ponerse del lado de los “cálidos” y es Colaiuta quien debe adaptarse a los borbotones del magma funk.  Cuando Hancock se cuelga el Keytar (el teclado-guitarra) y se planta frente al bajista, el ritmo pasa a ser la base monolítica sobre la que bajo y teclado pasean sus pegajosos acordes, invitando a bailar aunque el público nunca abandone sus asientos.  La audiencia ovaciona a Colaiuta cada vez que pueden: “Vinnie, parece que acá tenés muchos fans” se ríe el líder.  Colaiuta es uno de los sesionistas más respetados y son conocidas sus clínicas del instrumento; destacado por su habilidad con los polirritmos, que lo ha vuelto una especie de Bill Bruford del jazz, es famoso por haber tocado para Frank Zappa un complicado patrón rítmico a primera leída, sin abandonar el plato de sushi que representaba su almuerzo.
Hancock, por su parte, termina siendo el más elusivo entre estos virtuosos.  Su técnica en los solos se aparta del habitual estiramiento de melodías y “llenado de notas”, propio de los intérpretes del jazz.  Tampoco es un percusivo del instrumento, a lo Monk.  Toca mucho, pero no se sabe bien dónde: parece encarar escalas diferentes con cada mano y navegar sobre el límite entre ambas, al borde de lo atonal, como un surfer calculando por dónde tomar la ola.  Puede mantenerse ahí durante largos minutos, solo o sostenido por sus músicos, para de pronto cortar a un riff melódico, conocidísimo, como el de “Cantaloupe Island”.  Las escapadas pueden producirse en cualquier momento y terreno.
El público, entregado, está lleno de famosos: por ahí están Javier Malosetti –que vino las dos noches- o un extasiado Luis Salinas.  No pocos se entregan a fotografiar al maestro, provocando la inquietud de la mujer de “seguridad” que sigue al borde del escenario y debe ser la única que no mira para arriba.  En la fila del cronista, el rubio no deja de gatillar, mientras la espectadora arisca insiste en no usar sus apoyabrazos.  Los músicos saludan y se retiran, pero Hancock se lleva el Roland...  De donde surgirá minutos después la base de “Rockit”, su gran hit de los ochenta, aun antes de que Herbie vuelva al escenario para intercambiar escalas con el bajista, en un mix de este tema con “Chameleon” que termina la noche y el show.

Hancock nunca abandonó su sonrisa, y para cuando se encienden las luces ésta se reproduce en todas las caras.  Entonces el cronista encara al rubio, a quien cree conocer de cierto festival.  El joven tímido, fotógrafo y aficionado resulta ser Damián Szifrón, el creador de esa serie televisiva de culto llamada Los simuladores.  Difícil no pensar que en el placer de nuevas generaciones como la suya esta música, marca de un futuro que ya es pasado, se sostiene, late, continúa viviendo.  Toda una proeza para este hiperprofesionalismo devaluado en tiempos de viralidad, videos caseros, cantantes que susurran y culto al lo-fi.

Los conciertos tuvieron lugar los días 19 y 20 de agosto de 2013.  Las fotos que ilustran la nota no fueron tomadas en el Gran Rex.

Ring Lardner: El hombre taciturno

Publicada en El País Cultural (Montevideo, Uruguay) el 13-2-04.

El pasado 27 de septiembre se cumplieron 70 años de la muerte de Ring Lardner, un autor “menor” pero crucial en el desarrollo de la narrativa norteamericana.  Su figura quedó a la sombra de la de Ernest Hemingway, William Faulkner o Francis Scott Fitzgerald; pero todos ellos lo tuvieron en gran estima y fueron influidos, en cierta medida, por sus cuentos y su obra periodística.
La ironía es que Lardner consideraba a estos trabajos como meramente alimenticios; su verdadera pasión era el teatro.  Sus trabajos en la prensa periódica le permitieron independizarse e incluso llevar una vida holgada, pero su ambición teatral encontró más fracasos que éxitos.  “Resultaba obvio que consideraba que su trabajo no iba a ninguna parte, era mera ‘copia’” lo explicó Fitzgerald, quien fue su amigo a comienzos de los años ‘20.  “Había dejado de encontrar divertido su trabajo unos diez años antes de morir”.
La obra de Lardner tiene entre nosotros una razón adicional para el olvido: su reproducción de modismos del inglés oral pone en problemas a los traductores.  Su libro más conocido, You know me Al (1916), no está disponible en castellano, y sus cuentos se encuentran en ediciones esporádicas a ambos lados del Atlántico (la última argentina data de 1973).

DEL PERIODISMO AL HUMOR.  Lardner nació en 1885 en Niles, un pueblo del medio oeste norteamericano, y comenzó a destacarse escribiendo crónicas deportivas, primero en la prensa local y a partir de 1907 en periódicos como el Chicago Examiner y el Chicago Tribune.  La cobertura de la liga nacional de béisbol -la exageradamente llamada “Serie Mundial”- lo llevó a viajar por todo el país junto al principal equipo de Chicago, los White Sox, y a conocer bien a sus estrellas, de personalidad y humor no muy diferentes a los de nuestros futbolistas.
Lardner había mostrado interés en el teatro y la música desde temprana edad, pero el periodismo era lo que le permitía mantenerse.  En 1913, ya casado y con un hijo, escribía para diarios de Chicago, Boston y St. Louis.  Es entonces cuando el Tribune le encarga continuar una columna diaria llamada “Detrás de la noticia”, cuyo creador había fallecido.  Se trataba de una sección de chismes de vestuario, pensada para agregar color a la información deportiva habitual.   En pocos meses, Lardner fue transformándola en una parcela para dar rienda suelta a su humor.
Quizá para hacer uso de su veta teatral, empezó a dar la información en forma de diálogos entre los jugadores y de éstos con el cuerpo técnico, revelando el clima de competencia y cargoseo entre las figuras.  La transcripción directa, sin más indicación que los nombres de los involucrados, creaba la ilusión de la ausencia de un narrador y daba al lector la sensación de una mayor intimidad, como si estuviera sentado entre los jugadores en el banco o durante una partida de póker, pasatiempo favorito en las giras.  Lo que daba mayor sensación de autenticidad, sin embargo, era la reproducción perfecta del habla de los beisbolistas, con sus defectos y modismos; un recurso que ya había utilizado Mark Twain y que Lardner desarrollaría como nadie.
A medida que el éxito de la sección se extendía, también comenzó a incluir diálogos sin más intención que el humor -muchos con una buena dosis de invención-, así como pequeños sketches teatrales y chistes sueltos.  Su mirada también se elevaría, abarcando temas extradeportivos y mofándose de empresarios, políticos y artistas. 
En 1914, Lardner siguió explorando el filón en una serie de cuentos publicados en un semanario de alcance nacional, el Saturday Evening Post, y centrados en un joven del interior que era contratado para jugar con los White Sox.  La voz del autor seguía ausente, ya que las historias tenían la forma de cartas que Jack Keefe -el jugador en cuestión- le escribía a su amigo Al, que se había quedado en el pago.  Usar un jugador imaginario -aunque rodeándolo de otros reales- le permitió a Lardner ser más cruel e incisivo, mostrando el engreimiento y la vanidad del personaje, su torpeza juvenil y su incapacidad de manejar el éxito.  La parodia de los errores de un iletrado al intentar expresarse por escrito aportaba comicidad -y patetismo- adicionales. 
Estas cartas, que componen el libro You know me Al, revelan a Lardner como un maestro de la elipsis, permitiendo al lector inferir tanto las respuestas de Al -no transcriptas- como las cargadas que el pobre Jack recibe de sus compañeros sin advertirlo.  También se las arregla para revelarnos la torpeza y, sobre todo, la tacañería sin par del personaje a través de sus propios parlamentos.
El beisbolista novato fue un suceso y sus aventuras se continuaron en el Post durante años, siendo recogidas en los libros Treat ‘em rough (1918) y Lose with a smile (1933); también hubo una versión en historieta.  Paralelamente, Lardner publicó otros cuentos y libros de humor en ediciones baratas.  En 1919 abandonaba Chicago por Connecticut, desde donde un sindicato distribuiría sus historias en más de cien publicaciones periódicas de todo el país. 
HIJOS Y ENTENADOS.  Habituado al lenguaje periodístico y las exigencias de espacio, Lardner desarrolló en sus cuentos un estilo basado en la reproducción de la voz de sus personajes, bien en diálogos o contando la historia por sí mismos.  El humor suele aparecer entre líneas, más allá del limitado punto de vista de los personajes, y suele tener que ver con la revelación de su carácter, a menudo en contradicción con lo que ellos dicen de sí mismos.  Cuando narra en tercera persona, Lardner elige un estilo seco, informando lo imprescindible y sin juzgar a sus criaturas, como en “Campeón”, certero retrato de un boxeador sin escrúpulos. 
Algunas de estas historias se sitúan en el mundo del deporte (“Ike el de las disculpas”, “Diario de un caddy”), pero también se dieron casos memorables en otros terrenos: en “No puedo respirar”, el diario íntimo de una adolescente descubre su histérica conducta amorosa, y en “Corte de pelo” un personaje se revela odioso a pesar del simpático retrato que de él hace un peluquero a su cliente.   La ausencia del clásico narrador omnisciente dio a estos cuentos una nueva síntesis, un aire renovador y moderno pronto advertido por escritores más serios.
Uno de ellos fue Fitzgerald, once años menor que Lardner y su vecino en Nueva York a comienzos de los años veinte.  El futuro autor de El gran Gatsby también publicaba sus cuentos en el Post y solía compartir veladas alcohólicas con Lardner que se prolongaban hasta el amanecer.  Fitzgerald fue el responsable, en 1922, de la primera publicación seria de Lardner al convencer a Scribner’s, la editorial que había publicado A este lado del Paraíso, de hacer una edición en tapa dura de sus cuentos.  Ante la reticencia de Lardner él mismo realizó la selección, para lo cual tuvo que revisar viejos periódicos en bibliotecas, ya que el autor no se había molestado en guardar los originales.  La tituló Cómo escribir cuentos (con ejemplos) y consiguió de esta manera que la crítica reparara en el humorista.
“Ring llevó al papel un menor porcentaje de sí mismo que cualquier otro escritor norteamericano de primera fila” diría más adelante Fitzgerald.  No por escasez de producción -Lardner siguió publicando con regularidad hasta su muerte- sino porque “por grandes que fueran los logros de Ring, estuvieron siempre por debajo de los logros de los que era capaz, y esto debido a una actitud cínica hacia su obra”.
En todo caso, críticos como H.L. Mencken reconocían el aporte de Lardner al testimonio de la oralidad en su país, y autores más jóvenes, como Sinclair Lewis, comenzaban a imitar su estilo.  Ernest Hemingway -que seguía religiosamente “Detrás de la noticia”- había publicado sus primeros cuentos satíricos en la revista del colegio bajo el seudónimo Ring Lardner jr.  Fiel a su costumbre, dejó de reconocer la influencia de Lardner tan pronto como algunos críticos la hicieron notar.  Ciertamente, hay huellas visibles tanto en el uso del diálogo como en la descripción de caracteres.
El verdadero Ring Lardner jr. (1915-2000) escribió guiones cinematográficos y ganaría sendos premios Oscar por los de La mujer del año (1942) y M.A.S.H. (1970).  El material de su padre hubiera sido ideal para ese medio, pero Lardner murió de un ataque al corazón en 1933, justo cuando el cine sonoro comenzaba a recurrir a los autores teatrales en busca de argumentos.  Ese mismo año se estrenaba una versión de su pieza teatral Elmer the Great, dirigida por Mervyn LeRoy.  Posteriormente hubo varias adaptaciones de sus cuentos; la más recordada es El triunfador (Champion, 1949), de Mark Robson, basada en “Campeón” y con Kirk Douglas en el protagónico.
La influencia de Lardner ha vencido al tiempo y las fronteras: hoy se la encuentra tanto en las novelas de la afroamericana Terry McMillan como en los cuentos del rosarino Roberto Fontanarrosa.

Ruth Beckermann: Viajes de la memoria



Publicado en el catálogo de la edición 2012 del BAFICI.

Las películas de Ruth Beckermann (Viena, 1952), en su variedad de temas, territorios y hasta estilos, han ido construyendo silenciosamente una teoría del relato y de la memoria (todo relato es memoria, toda memoria es invención, toda imagen impresión) donde lo narrativo se liga con lo sensorial. Después de algunos documentales registrando movimientos sociales, realizados de forma colectiva a fines de los ‘70, el pasado empezó a tener mayor importancia en sus films, que desde entonces oscilan entre la observación, el testimonio y el ensayo con textos en off a la manera de Chris Marker. Pero si bien Return to Vienna (1983), el más antiguo de los films presentados aquí y el último en codirección, hace uso del archivo fílmico, a partir de entonces Beckermann lo reduce a unas pocas fotografías: ha empezado a cuestionarse el papel de la imagen como registro de ese pasado.
“A veces es bueno no tener imágenes, porque así no se olvidan las historias” dice en un momento en Paper Bridge (1987), cuando decide visitar los lugares donde vivieron sus padres antes de conocerse (el viaje continuo se convertirá en otro motor de sus films). Ha descubierto que la reproducción de imágenes de un suceso influye sobre el recuerdo, aunque uno haya sido un testigo presencial de ese mismo suceso. El foco estará entonces en la oralidad: conversaciones, recuerdos, apuntes. Este recurso, que en Paper Bridge surgió de la necesidad –sus padres judíos, huyendo del Holocausto, se desprendieron de casi todo–, se repite de diversas maneras en buena parte de su filmografía posterior. En Paper Bridge se unen el relato oral –y la pura especulación personal– con las imágenes actuales de los lugares mencionados; algo parecido ocurre en su reconstrucción de los viajes de la emperatriz Sissi en A Fleeting Passage to the Orient (1999), quizá su ensayo más markeriano.
Es que las imágenes del pasado, cuando las hay, suelen ser fragmentarias y de algún modo desvían la atención hacia la parte conservada, oscureciendo el todo. Incluso el cine de ficción puede operar de esta manera: ocurre con la trilogía de Sissi producida en Austria durante los años cincuenta (aunque la mirada de Beckermann no es revisionista: reconoce el encanto de esos films instalados en su infancia) y también con los films de época del Hollywood clásico.
Si las aventuras de Sissi son las imágenes que nos distraen placenteramente de la realidad, las fotos del Holocausto funcionan como el polo opuesto y complementario: son las imágenes que no queremos ver, aun sabiendo que son o contienen verdad. No las soportamos. En East of War (1996), testimonio del ambiente generado por una exposición sobre los crímenes de la guerra, también se prescinde de las imágenes allí mostradas para destacar la oralidad, los relatos prohibidos y enterrados en la memoria de los espectadores que allí combatieron, y que ahora se reencuentran con lo peor de su pasado. Las imágenes exhibidas remiten a una crueldad que ellos no pueden admitir ni recordar sin quebrarse emocionalmente. Los hay amnésicos, para quienes el relato propio funciona como tapadera: un vidrio esmerilado que protege la situación legal de quien habla, y quizá también su propia psique. (Los padres-víctimas, por su parte, suelen ahorrar a sus hijos los detalles escabrosos del pasado.) Pero la cámara está allí, sobre ellos, leyendo los rostros.
Los films más contemporáneos de Ruth Beckermann nos presentan relatos en formación: los videos familiares de acabado “profesional” y la reconstrucción de la epopeya bíblica en Zorro’s Bar Mitzva (2006); el “momento histórico” de la elección de Obama en EE UU, reconstruido por la televisión en American Passages (2011). El relato predigerido convive con el testimonio personal, el relato de la intimidad, cuya fuerza y valor representativo nunca es subestimado por la directora. Pero la cámara suele quedarse en las caras un poco más de lo debido, provocando nerviosismo, a veces recelo, en los entrevistados, que se manejan con el timing que aprendieron en la televisión. “Ya está, eso es todo lo que quería decir” suelen musitar, por ejemplo, los vecinos de Beckermann en Homemad(e) (2000), mirando a la cámara con una expresión entre la mueca juguetona y el pedido de clemencia.
Ese tic, que en otros documentales expone un juego de poder entre quienes están delante y detrás de cámara, en Beckermann funciona como un distanciamiento: nos recuerda que lo registrado por el lente es, ante todo, espectáculo, y que la “verdad” que busca el género documental es tan arbitraria y movediza como los recuerdos, sometidos a un photoshop mental según el momento y el interlocutor.
La solución de Beckermann no es apocalíptica, no se desalienta: al contrario, esa prevención la habilita a abrazar otras vías de conocimiento menos legitimadas, e incluso inventarse las propias, como cuando busca en el relato de una adivina huellas de la biografía de un personaje histórico. Después de todo, la memoria personal se compone de imágenes sin orden ni concierto; en ella pueden convivir, con la misma nitidez, la epopeya de la supervivencia paterna con los mohines de Romy Schneider en el papel de la encantadora e inasible Sissi.

Historias extraordinarias: la ficción ha muerto, que viva la ficción


Publicada en la revista chilena La Fuga en 2008.

Historias extraordinarias, ese descomunal tiro al aire de la factoría de Mariano Llinás, propone desde el principio o incluso antes una apología de la desmesura, prepea al espectador con el anuncio de sus 245 minutos, separados en tres bloques narrativos de hora y veinte cada uno con dos intervalos para pelear con la extenuación. “¿Qué tiene que contar, que le va a llevar tanto tiempo?” se pregunta uno antes de tomar la decisión de pasar cuatro horas y media mirando, saliendo a hacer pipí o pedir un café, y luego volviendo a entrar. La pregunta es central al proyecto de Llinás, es quizá el disparador del proyecto mismo. Porque la narración de Historias extraordinarias no termina yendo a ningún lado, la bala se pierde en el aire, queda la conmoción por el estruendo. Lo importante, entonces, no es tanto la historia sino la posibilidad de contarla y el gusto por hacerlo: contar porque sí, porque interesa y divierte, todo lo posible hasta que el otro pida basta, ya está, no quiero más, terminala de una vez.
El punto exacto, el límite del interés, llega –al menos para mí- pasadas las tres horas de proyección, cuando el compañero de aventuras de H, encerrado con él en una cárcel, insiste en contarle una nueva historia a su amigo extenuado y somnoliento. “Otra más no” le dice H –cito de memoria-, “quiero dormir”, a lo que el otro responde que no, que tiene que oírla, que es una historia increíble y que le cambió la vida cuando se la contaron, o algo así. Y mientras el baqueano le dice eso a H, es como si Llinás se dirigiera a nosotros: “ya sé que todavía no resolví la película, quédense tranquilos, ahora van a ver…” Porque hasta ahí nos ha contado a la vez tres historias con protagonistas diferentes, todas interesantes de por sí, apasionantes incluso, pero sin más puntos en común que transcurrir por rutas cercanas del interior de la provincia de Buenos Aires. Cada vez que uno imaginó que las historias van a empezar a cerrarse, a cruzarse entre sí, Llinás ha abierto nuevas puertas hacia otros relatos que surgen dentro de los tres principales (una vecina en el hotel; un atraco fallido; la vida de un arquitecto delirante; la desaparición de una mujer), y la dimensión de la película -245 minutos, nos decimos ahí en la butaca- parece indicar que todo en algún momento va a empezar a unirse, cobrar sentido más allá del interés particular en cada una de las piezas. Estamos cansados. Nos han prometido un caramelo, estamos llegando al fondo del tarro y no hay nada. Entonces nos dicen “no, pará, no te imaginás lo que viene, es buenísimo…” Ya jugados, nos contorsionamos en el asiento para atender la revelación. Y entonces… César, el compañero de H, César/Llinás, (nos) cuenta la historia de los jolly goodfellows. Otro decurso inaguantable, suspenso eterno, el máximo estiramiento posible de un acontecimiento por venir… que resulta ser una pavada. Recién ahí se revela lo gigantesco de la broma. Esto es el cuento de la buena pipa, tan viejo que lo habíamos olvidado, pero todavía efectivo.
El cuento de la buena pipa no tiene final, sólo hace evidente la posición asimétrica de contador y oyente: el contador tiene algo que el otro quiere saber o cree que le interesa, pero que nunca llega. El contador le está diciendo al oyente: “te cagué, perdiste tu tiempo, yo tengo la rienda y vos viniste al pie”. Es una burla.
Sin embargo, no salimos enojados de la película. Las tres horas anteriores nos habían devuelto una expectativa que hacía tiempo no experimentábamos con el cine argentino. Una excitación comparable, hay que decirlo, a la que provocaban las historias de aventuras cuando éramos niños. Un reencuentro con el cine de peripecias, la pulsión del género. Llinás ha recuperado para nosotros el territorio de la aventura… pero por un rato, para después tirar de la alfombra y escamotearlo de debajo de nuestros pies.
¿Por qué lo hace? Básicamente, parece decirnos, porque era imposible concentrar nuestra atención de otra manera.


* * *
La aventura es un código narrativo que hemos transitado cientos o miles de veces en nuestra vida de lectores-espectadores. Piratas, vaqueros, detectives y soldados nos han enseñado ese terreno al dedillo; cualquier mayor de edad puede adivinar cómo va a terminar una historia de ésas, incluso por qué camino. A partir de ahí sólo nos queda ser algo complacientes, nostálgicos, posmodernos, frente a la nueva maquinación cinematográfica que intente ese camino (en Los cazadores del arca perdida, Spielberg comenzó una nueva veta que incorpora a ese espectador veterano con guiños especialmente destinados). Las historias de aventuras son consideradas cultura juvenil, incluso infantil –de Stevenson a C.S. Lewis, pasando por el hobbit de Tolkien- no por una discriminación ideológica ni porque se denigre a sus autores, sino porque nunca más vamos a asombrarnos como lo hacíamos a esa edad. Son experiencias irrepetibles, que uno recuerda toda la vida. Yo nunca voy a olvidar cómo seguí, a los diez años, el texto completo del Miguel Strogoff de Verne –un ladrillo importante- con la ayuda de un atlas abierto en el mapa de Rusia, marcando con el dedo el recorrido del correo del zar, mientras leía tirado en el patio de una casa marplatense. (Mientras escribo esto, puedo sentir el sol del verano calentando las baldosas.) O el primer capítulo de La isla del tesoro, esa mezcla de temor y avidez que me anunciaba el comienzo de una experiencia extraordinaria (el comienzo de esa novela debe ser el más maravilloso escrito jamás; aún hoy me deslumbra, así como la ingeniería de Stevenson en esa novela, a la que volveremos).
Uno busca en un libro, o una película, o una historia oral, eso que no conoce: lo distinto, lo exótico, lo lejano. Y cada vez que nos entregamos a leer-mirar-escuchar una nueva historia, se levanta una apuesta entre contador y oyente: “a ver si me sorprendés” dice uno, “no vas a adivinar” piensa el otro. A medida que crecemos, las sorpresas son cada vez menos, necesitamos algo más; el placer se vuelve intelectual, resignado, paciente.
Pero hete aquí que Llinás nos dice “no, yo te voy a llevar de nuevo al pasado”, al tiempo en que todo era nuevo. Lo dice desde el título de su película, la archisabida duración, los créditos que anuncian varios directores de fotografía, incluso ¡varios narradores! “¿Qué es esto que necesita de varias voces en off?” Uno entra en el film con todo ese bagaje. Y Llinás abre con una escena memorable y mimética: el encuentro de un personaje gris, mediocre, es decir alguien como nosotros, con la Aventura. “No importa la profesión de X” dice el narrador, “lo que importa es que no es ni escritor ni arqueólogo ni ninguna de esas profesiones que despiertan interés en su interlocutor”. Ni siquiera tiene nombre: no lo merece. X es uno de nosotros.
X presencia una especie de transacción clandestina que sale mal, hay tiros, se encuentra de golpe en posesión de un extraño maletín. Empieza la aventura. Algo parecido ocurre en las otras dos historias principales: Z descubre la vida secreta de su antecesor en un trabajo rutinario; a H le encomiendan una misión que no comprende.
Claro, desde el principio estamos divididos, como antes, entre las ganas de creer que vamos a ser sorprendidos por la historia y el mecanismo de boicot que nos lleva a intentar adivinar lo que sigue, cagarle el chiste a Llinás. Esto ocurre siempre y el talento del narrador consiste en sostener el interés hasta el final. Pero es muy difícil que no nos anticipemos al cierre de la historia: lo hemos visto ya muchas veces, estamos entrenados. Por eso Llinás hace un farol: la historia no cierra. Él sabe que en cuanto empiece a cerrarla, la película perderá interés (con lo cual admite, y esto es importante, que ya no se puede contar de esa manera, volver atrás).
Lo que hace es abrir la historia más y más, con nuevos personajes y subtramas, cantidad de datos suministrados a gran velocidad por los narradores; para desorientarnos, confundir. Tres historias en vez de una, con lo cual creemos que en algún momento pueden unirse y el abanico de posibilidades es mayor. Su apuesta es ver cuánto tiempo vamos a dejarnos engañar. Y cuenta con una ventaja fundamental: nuestras ganas de creer, como cuando un mago se presenta y nos disponemos a ver un conejo brotar de una galera. Sabemos que es un truco, pero en el fondo no queremos que nos aviven. Queremos volver a ser niños y creer en todo lo que nos dicen: de ahí el gozo, la regresión que provocan estas Historias extraordinarias.


* * *
Las historias se entrecortan, se interrumpen en momentos cruciales, están divididas en capítulos con nombres de fantasía, todo apunta a hacernos recuperar la fe. La digresión continua aporta, increíblemente, subhistorias tan interesantes como las primeras. Todo está tan enrevesado que más de uno pensará que Francisco Salamone, el arquitecto autor de bizarros edificios públicos en el interior bonaerense, es un invento de Llinás (el único añadido a la vera historia es la suposición de un pacto con el diablo). Y toleramos cada nuevo desvío porque Llinás sabe contar, sabe sacar algo interesante de imágenes tan rutinarias como las de una parejita cruzando la plaza o una vecina que baja una persiana.
Stevenson era un maestro de la digresión y en La isla del tesoro hay un momento que todavía me resulta magistral. Es cuando Jim Hawkins, el héroe adolescente con quien nos identificamos desde la primera página, escapa de la cabaña donde está sitiado con los “buenos” de la historia. ¿Por qué? Para recorrer la isla, algo que había querido hacer desde que el barco atracó en ese lugar desolado y misterioso, donde sabe que hay un tesoro enterrado. Jim no aguanta la curiosidad y se lanza a la aventura, abandonando a sus compañeros en una situación difícil. La historia se detiene y comienza una larga descripción de los paisajes vírgenes de la isla: de pronto Jim advierte que está siendo observado y conoce a Peter Gunn, un viejo pirata “olvidado” en la isla años atrás. Stevenson nos transmite a la vez el asombro de la aventura y la incertidumbre sobre el futuro, el riesgo y la irresponsabilidad de Jim al desobedecer a sus mayores. A partir de ahí, la novela que ya era apasionante anuncio de lo extraordinario, nos sume en el desconcierto: cuando Jim vuelve a la cabaña, todo ha cambiado, ya no hay enfrentamiento y los piratas viven en el barco que sus amigos han abandonado. Cuando lo ven, ni siquiera intentan atacarlo. Creo que nunca sentí, como lector, tan sobrecogedoramente la inmersión en lo desconocido.
(Stevenson sabe que seguir con el combate hubiera apresurado el final, y también que tenemos tantas ganas de recorrer la isla como Jim, nuestro narrador. Su zambullirse en la tangente en ese preciso momento debe ser una de las decisiones más felices en la historia de la ficción.)
Con sus continuas digresiones, idas y vueltas, Llinás persigue un fin parecido: sugerir mil caminos posibles, sorprender, desconcertar, convencernos de que estamos frente a algo distinto. Si la película hubiera tenido una duración normal, no habría sido tan potente el goce que provoca la ilusión mentada en esas tres horas y pico. El final decepciona; pero miramos atrás y decimos “quién te quita lo bailado”, lo contado. Valió la pena.
En esto Llinás se relaciona, más que con cineastas, con escritores: su gesta de post-ficción tiene algo de Bolaño, o de la narración descocada e inverosímil de Aira. El mejor símil que recuerdo es La experiencia sensible, novela de Fogwill que también plantea una situación de alto interés, plena de posibles tangentes y revelaciones (una familia bien posicionada viaja a Las Vegas en plena dictadura: ramificaciones en la actividad del padre, su posible contacto con las jerarquías militares, el erotismo de la niñera que llevan con ellos, los secretos del mundo del juego) para luego negarse a continuar la historia y ofrecer unas pocas, contundentes páginas sobre el significado de la aventura, el sentido de la historia y de la vida. Creo que por aquí pasa la propuesta de Llinás: devolver a un cine que agotó sus posibilidades narrativas y apuesta a la descripción como principal recurso (de Alonso a Tsai) la posibilidad de contar historias, así sea al precio de escamotearles el último acto, para restituir al espectador –aunque sea por un rato- el goce primigenio de mirar y sorprenderse. En este sentido, su máquina desaforada de narrar no está muy lejos del David Lynch de Imperio o el Cronenberg de Festín desnudo. Como en esos films, el cierre de estas historias participa menos de una voluntad real de conclusión y más de un intento de dejarnos satisfechos con leves pinceladas de redención, puntos de concentración de sentido, o una canción amigable que nos compense por tanto rato de incertidumbre en la butaca.

Las fotos del rodaje son del sitio http://historiasextraordinarias.blogspot.com