Historias extraordinarias: la ficción ha muerto, que viva la ficción


Publicada en la revista chilena La Fuga en 2008.

Historias extraordinarias, ese descomunal tiro al aire de la factoría de Mariano Llinás, propone desde el principio o incluso antes una apología de la desmesura, prepea al espectador con el anuncio de sus 245 minutos, separados en tres bloques narrativos de hora y veinte cada uno con dos intervalos para pelear con la extenuación. “¿Qué tiene que contar, que le va a llevar tanto tiempo?” se pregunta uno antes de tomar la decisión de pasar cuatro horas y media mirando, saliendo a hacer pipí o pedir un café, y luego volviendo a entrar. La pregunta es central al proyecto de Llinás, es quizá el disparador del proyecto mismo. Porque la narración de Historias extraordinarias no termina yendo a ningún lado, la bala se pierde en el aire, queda la conmoción por el estruendo. Lo importante, entonces, no es tanto la historia sino la posibilidad de contarla y el gusto por hacerlo: contar porque sí, porque interesa y divierte, todo lo posible hasta que el otro pida basta, ya está, no quiero más, terminala de una vez.
El punto exacto, el límite del interés, llega –al menos para mí- pasadas las tres horas de proyección, cuando el compañero de aventuras de H, encerrado con él en una cárcel, insiste en contarle una nueva historia a su amigo extenuado y somnoliento. “Otra más no” le dice H –cito de memoria-, “quiero dormir”, a lo que el otro responde que no, que tiene que oírla, que es una historia increíble y que le cambió la vida cuando se la contaron, o algo así. Y mientras el baqueano le dice eso a H, es como si Llinás se dirigiera a nosotros: “ya sé que todavía no resolví la película, quédense tranquilos, ahora van a ver…” Porque hasta ahí nos ha contado a la vez tres historias con protagonistas diferentes, todas interesantes de por sí, apasionantes incluso, pero sin más puntos en común que transcurrir por rutas cercanas del interior de la provincia de Buenos Aires. Cada vez que uno imaginó que las historias van a empezar a cerrarse, a cruzarse entre sí, Llinás ha abierto nuevas puertas hacia otros relatos que surgen dentro de los tres principales (una vecina en el hotel; un atraco fallido; la vida de un arquitecto delirante; la desaparición de una mujer), y la dimensión de la película -245 minutos, nos decimos ahí en la butaca- parece indicar que todo en algún momento va a empezar a unirse, cobrar sentido más allá del interés particular en cada una de las piezas. Estamos cansados. Nos han prometido un caramelo, estamos llegando al fondo del tarro y no hay nada. Entonces nos dicen “no, pará, no te imaginás lo que viene, es buenísimo…” Ya jugados, nos contorsionamos en el asiento para atender la revelación. Y entonces… César, el compañero de H, César/Llinás, (nos) cuenta la historia de los jolly goodfellows. Otro decurso inaguantable, suspenso eterno, el máximo estiramiento posible de un acontecimiento por venir… que resulta ser una pavada. Recién ahí se revela lo gigantesco de la broma. Esto es el cuento de la buena pipa, tan viejo que lo habíamos olvidado, pero todavía efectivo.
El cuento de la buena pipa no tiene final, sólo hace evidente la posición asimétrica de contador y oyente: el contador tiene algo que el otro quiere saber o cree que le interesa, pero que nunca llega. El contador le está diciendo al oyente: “te cagué, perdiste tu tiempo, yo tengo la rienda y vos viniste al pie”. Es una burla.
Sin embargo, no salimos enojados de la película. Las tres horas anteriores nos habían devuelto una expectativa que hacía tiempo no experimentábamos con el cine argentino. Una excitación comparable, hay que decirlo, a la que provocaban las historias de aventuras cuando éramos niños. Un reencuentro con el cine de peripecias, la pulsión del género. Llinás ha recuperado para nosotros el territorio de la aventura… pero por un rato, para después tirar de la alfombra y escamotearlo de debajo de nuestros pies.
¿Por qué lo hace? Básicamente, parece decirnos, porque era imposible concentrar nuestra atención de otra manera.


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La aventura es un código narrativo que hemos transitado cientos o miles de veces en nuestra vida de lectores-espectadores. Piratas, vaqueros, detectives y soldados nos han enseñado ese terreno al dedillo; cualquier mayor de edad puede adivinar cómo va a terminar una historia de ésas, incluso por qué camino. A partir de ahí sólo nos queda ser algo complacientes, nostálgicos, posmodernos, frente a la nueva maquinación cinematográfica que intente ese camino (en Los cazadores del arca perdida, Spielberg comenzó una nueva veta que incorpora a ese espectador veterano con guiños especialmente destinados). Las historias de aventuras son consideradas cultura juvenil, incluso infantil –de Stevenson a C.S. Lewis, pasando por el hobbit de Tolkien- no por una discriminación ideológica ni porque se denigre a sus autores, sino porque nunca más vamos a asombrarnos como lo hacíamos a esa edad. Son experiencias irrepetibles, que uno recuerda toda la vida. Yo nunca voy a olvidar cómo seguí, a los diez años, el texto completo del Miguel Strogoff de Verne –un ladrillo importante- con la ayuda de un atlas abierto en el mapa de Rusia, marcando con el dedo el recorrido del correo del zar, mientras leía tirado en el patio de una casa marplatense. (Mientras escribo esto, puedo sentir el sol del verano calentando las baldosas.) O el primer capítulo de La isla del tesoro, esa mezcla de temor y avidez que me anunciaba el comienzo de una experiencia extraordinaria (el comienzo de esa novela debe ser el más maravilloso escrito jamás; aún hoy me deslumbra, así como la ingeniería de Stevenson en esa novela, a la que volveremos).
Uno busca en un libro, o una película, o una historia oral, eso que no conoce: lo distinto, lo exótico, lo lejano. Y cada vez que nos entregamos a leer-mirar-escuchar una nueva historia, se levanta una apuesta entre contador y oyente: “a ver si me sorprendés” dice uno, “no vas a adivinar” piensa el otro. A medida que crecemos, las sorpresas son cada vez menos, necesitamos algo más; el placer se vuelve intelectual, resignado, paciente.
Pero hete aquí que Llinás nos dice “no, yo te voy a llevar de nuevo al pasado”, al tiempo en que todo era nuevo. Lo dice desde el título de su película, la archisabida duración, los créditos que anuncian varios directores de fotografía, incluso ¡varios narradores! “¿Qué es esto que necesita de varias voces en off?” Uno entra en el film con todo ese bagaje. Y Llinás abre con una escena memorable y mimética: el encuentro de un personaje gris, mediocre, es decir alguien como nosotros, con la Aventura. “No importa la profesión de X” dice el narrador, “lo que importa es que no es ni escritor ni arqueólogo ni ninguna de esas profesiones que despiertan interés en su interlocutor”. Ni siquiera tiene nombre: no lo merece. X es uno de nosotros.
X presencia una especie de transacción clandestina que sale mal, hay tiros, se encuentra de golpe en posesión de un extraño maletín. Empieza la aventura. Algo parecido ocurre en las otras dos historias principales: Z descubre la vida secreta de su antecesor en un trabajo rutinario; a H le encomiendan una misión que no comprende.
Claro, desde el principio estamos divididos, como antes, entre las ganas de creer que vamos a ser sorprendidos por la historia y el mecanismo de boicot que nos lleva a intentar adivinar lo que sigue, cagarle el chiste a Llinás. Esto ocurre siempre y el talento del narrador consiste en sostener el interés hasta el final. Pero es muy difícil que no nos anticipemos al cierre de la historia: lo hemos visto ya muchas veces, estamos entrenados. Por eso Llinás hace un farol: la historia no cierra. Él sabe que en cuanto empiece a cerrarla, la película perderá interés (con lo cual admite, y esto es importante, que ya no se puede contar de esa manera, volver atrás).
Lo que hace es abrir la historia más y más, con nuevos personajes y subtramas, cantidad de datos suministrados a gran velocidad por los narradores; para desorientarnos, confundir. Tres historias en vez de una, con lo cual creemos que en algún momento pueden unirse y el abanico de posibilidades es mayor. Su apuesta es ver cuánto tiempo vamos a dejarnos engañar. Y cuenta con una ventaja fundamental: nuestras ganas de creer, como cuando un mago se presenta y nos disponemos a ver un conejo brotar de una galera. Sabemos que es un truco, pero en el fondo no queremos que nos aviven. Queremos volver a ser niños y creer en todo lo que nos dicen: de ahí el gozo, la regresión que provocan estas Historias extraordinarias.


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Las historias se entrecortan, se interrumpen en momentos cruciales, están divididas en capítulos con nombres de fantasía, todo apunta a hacernos recuperar la fe. La digresión continua aporta, increíblemente, subhistorias tan interesantes como las primeras. Todo está tan enrevesado que más de uno pensará que Francisco Salamone, el arquitecto autor de bizarros edificios públicos en el interior bonaerense, es un invento de Llinás (el único añadido a la vera historia es la suposición de un pacto con el diablo). Y toleramos cada nuevo desvío porque Llinás sabe contar, sabe sacar algo interesante de imágenes tan rutinarias como las de una parejita cruzando la plaza o una vecina que baja una persiana.
Stevenson era un maestro de la digresión y en La isla del tesoro hay un momento que todavía me resulta magistral. Es cuando Jim Hawkins, el héroe adolescente con quien nos identificamos desde la primera página, escapa de la cabaña donde está sitiado con los “buenos” de la historia. ¿Por qué? Para recorrer la isla, algo que había querido hacer desde que el barco atracó en ese lugar desolado y misterioso, donde sabe que hay un tesoro enterrado. Jim no aguanta la curiosidad y se lanza a la aventura, abandonando a sus compañeros en una situación difícil. La historia se detiene y comienza una larga descripción de los paisajes vírgenes de la isla: de pronto Jim advierte que está siendo observado y conoce a Peter Gunn, un viejo pirata “olvidado” en la isla años atrás. Stevenson nos transmite a la vez el asombro de la aventura y la incertidumbre sobre el futuro, el riesgo y la irresponsabilidad de Jim al desobedecer a sus mayores. A partir de ahí, la novela que ya era apasionante anuncio de lo extraordinario, nos sume en el desconcierto: cuando Jim vuelve a la cabaña, todo ha cambiado, ya no hay enfrentamiento y los piratas viven en el barco que sus amigos han abandonado. Cuando lo ven, ni siquiera intentan atacarlo. Creo que nunca sentí, como lector, tan sobrecogedoramente la inmersión en lo desconocido.
(Stevenson sabe que seguir con el combate hubiera apresurado el final, y también que tenemos tantas ganas de recorrer la isla como Jim, nuestro narrador. Su zambullirse en la tangente en ese preciso momento debe ser una de las decisiones más felices en la historia de la ficción.)
Con sus continuas digresiones, idas y vueltas, Llinás persigue un fin parecido: sugerir mil caminos posibles, sorprender, desconcertar, convencernos de que estamos frente a algo distinto. Si la película hubiera tenido una duración normal, no habría sido tan potente el goce que provoca la ilusión mentada en esas tres horas y pico. El final decepciona; pero miramos atrás y decimos “quién te quita lo bailado”, lo contado. Valió la pena.
En esto Llinás se relaciona, más que con cineastas, con escritores: su gesta de post-ficción tiene algo de Bolaño, o de la narración descocada e inverosímil de Aira. El mejor símil que recuerdo es La experiencia sensible, novela de Fogwill que también plantea una situación de alto interés, plena de posibles tangentes y revelaciones (una familia bien posicionada viaja a Las Vegas en plena dictadura: ramificaciones en la actividad del padre, su posible contacto con las jerarquías militares, el erotismo de la niñera que llevan con ellos, los secretos del mundo del juego) para luego negarse a continuar la historia y ofrecer unas pocas, contundentes páginas sobre el significado de la aventura, el sentido de la historia y de la vida. Creo que por aquí pasa la propuesta de Llinás: devolver a un cine que agotó sus posibilidades narrativas y apuesta a la descripción como principal recurso (de Alonso a Tsai) la posibilidad de contar historias, así sea al precio de escamotearles el último acto, para restituir al espectador –aunque sea por un rato- el goce primigenio de mirar y sorprenderse. En este sentido, su máquina desaforada de narrar no está muy lejos del David Lynch de Imperio o el Cronenberg de Festín desnudo. Como en esos films, el cierre de estas historias participa menos de una voluntad real de conclusión y más de un intento de dejarnos satisfechos con leves pinceladas de redención, puntos de concentración de sentido, o una canción amigable que nos compense por tanto rato de incertidumbre en la butaca.

Las fotos del rodaje son del sitio http://historiasextraordinarias.blogspot.com

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