Ruth Beckermann: Viajes de la memoria



Publicado en el catálogo de la edición 2012 del BAFICI.

Las películas de Ruth Beckermann (Viena, 1952), en su variedad de temas, territorios y hasta estilos, han ido construyendo silenciosamente una teoría del relato y de la memoria (todo relato es memoria, toda memoria es invención, toda imagen impresión) donde lo narrativo se liga con lo sensorial. Después de algunos documentales registrando movimientos sociales, realizados de forma colectiva a fines de los ‘70, el pasado empezó a tener mayor importancia en sus films, que desde entonces oscilan entre la observación, el testimonio y el ensayo con textos en off a la manera de Chris Marker. Pero si bien Return to Vienna (1983), el más antiguo de los films presentados aquí y el último en codirección, hace uso del archivo fílmico, a partir de entonces Beckermann lo reduce a unas pocas fotografías: ha empezado a cuestionarse el papel de la imagen como registro de ese pasado.
“A veces es bueno no tener imágenes, porque así no se olvidan las historias” dice en un momento en Paper Bridge (1987), cuando decide visitar los lugares donde vivieron sus padres antes de conocerse (el viaje continuo se convertirá en otro motor de sus films). Ha descubierto que la reproducción de imágenes de un suceso influye sobre el recuerdo, aunque uno haya sido un testigo presencial de ese mismo suceso. El foco estará entonces en la oralidad: conversaciones, recuerdos, apuntes. Este recurso, que en Paper Bridge surgió de la necesidad –sus padres judíos, huyendo del Holocausto, se desprendieron de casi todo–, se repite de diversas maneras en buena parte de su filmografía posterior. En Paper Bridge se unen el relato oral –y la pura especulación personal– con las imágenes actuales de los lugares mencionados; algo parecido ocurre en su reconstrucción de los viajes de la emperatriz Sissi en A Fleeting Passage to the Orient (1999), quizá su ensayo más markeriano.
Es que las imágenes del pasado, cuando las hay, suelen ser fragmentarias y de algún modo desvían la atención hacia la parte conservada, oscureciendo el todo. Incluso el cine de ficción puede operar de esta manera: ocurre con la trilogía de Sissi producida en Austria durante los años cincuenta (aunque la mirada de Beckermann no es revisionista: reconoce el encanto de esos films instalados en su infancia) y también con los films de época del Hollywood clásico.
Si las aventuras de Sissi son las imágenes que nos distraen placenteramente de la realidad, las fotos del Holocausto funcionan como el polo opuesto y complementario: son las imágenes que no queremos ver, aun sabiendo que son o contienen verdad. No las soportamos. En East of War (1996), testimonio del ambiente generado por una exposición sobre los crímenes de la guerra, también se prescinde de las imágenes allí mostradas para destacar la oralidad, los relatos prohibidos y enterrados en la memoria de los espectadores que allí combatieron, y que ahora se reencuentran con lo peor de su pasado. Las imágenes exhibidas remiten a una crueldad que ellos no pueden admitir ni recordar sin quebrarse emocionalmente. Los hay amnésicos, para quienes el relato propio funciona como tapadera: un vidrio esmerilado que protege la situación legal de quien habla, y quizá también su propia psique. (Los padres-víctimas, por su parte, suelen ahorrar a sus hijos los detalles escabrosos del pasado.) Pero la cámara está allí, sobre ellos, leyendo los rostros.
Los films más contemporáneos de Ruth Beckermann nos presentan relatos en formación: los videos familiares de acabado “profesional” y la reconstrucción de la epopeya bíblica en Zorro’s Bar Mitzva (2006); el “momento histórico” de la elección de Obama en EE UU, reconstruido por la televisión en American Passages (2011). El relato predigerido convive con el testimonio personal, el relato de la intimidad, cuya fuerza y valor representativo nunca es subestimado por la directora. Pero la cámara suele quedarse en las caras un poco más de lo debido, provocando nerviosismo, a veces recelo, en los entrevistados, que se manejan con el timing que aprendieron en la televisión. “Ya está, eso es todo lo que quería decir” suelen musitar, por ejemplo, los vecinos de Beckermann en Homemad(e) (2000), mirando a la cámara con una expresión entre la mueca juguetona y el pedido de clemencia.
Ese tic, que en otros documentales expone un juego de poder entre quienes están delante y detrás de cámara, en Beckermann funciona como un distanciamiento: nos recuerda que lo registrado por el lente es, ante todo, espectáculo, y que la “verdad” que busca el género documental es tan arbitraria y movediza como los recuerdos, sometidos a un photoshop mental según el momento y el interlocutor.
La solución de Beckermann no es apocalíptica, no se desalienta: al contrario, esa prevención la habilita a abrazar otras vías de conocimiento menos legitimadas, e incluso inventarse las propias, como cuando busca en el relato de una adivina huellas de la biografía de un personaje histórico. Después de todo, la memoria personal se compone de imágenes sin orden ni concierto; en ella pueden convivir, con la misma nitidez, la epopeya de la supervivencia paterna con los mohines de Romy Schneider en el papel de la encantadora e inasible Sissi.

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