Hace un tiempo el blog Qubit.tv, en el que colaboré entre 2012-2014, cambió su diseño. Por alguna razón, en el traslado algunas notas han perdido las firmas. Linkeo aquí, entonces, las mías.
La lista de Sight & Sound
Novias, madrinas, 15 años
Jazz: películas con swing
Hedwig and the angry inch
Comedia independiente y argentina
Olmedo perdido y recuperado
David Mamet
Nerds: Mi mundo privado
Camila vive
Henri-Georges Clouzot
Cine y Rolling Stones
La nana
Tuyo es mi corazón (Notorious)
Senectud de Al Pacino
La moda del falso registro de video
David Lynch
El ilusionista (Sylvain Chomet)
Los hermanos Dardenne
Néstor Frenkel
Malditos Parchís
Philip Seymour Hoffman
Crazy Horse (Frederick Wiseman) y el strip-tease en el cine
Maggie Gyllenhaal y La secretaria
La película del rey
Alamar
Conan, el bárbaro (John Milius)
Richard Shepard y Matador
Adventureland (Greg Mottola)
La vida de Adèle
Tres películas de robos
Tres películas de Luis Buñuel
Winona Ryder
Tres películas de Joe Pesci
Maps to the stars (David Cronenberg)
Viaje al interior de Vaca Muerta
Nota publicada en edición especial de National Geographic en español, noviembre 2013. Fotos de Adrián Pérez / Zur.
En un día de sol y desde un
helicóptero a cien metros de altura sobre la meseta norte de Loma La Lata , puede verse 25 kilómetros a la
redonda. Pero en toda esa extensión no
se divisa ningún poblado. Cerros bajos y
lomadas de clima desértico y vegetación de estepa son interrumpidos apenas por
rectángulos de tierra alisada, de algunos de los cuales sobresalen torres de
perforación. Otros tienen cigüeñas de
bombeo (son convencionales, de producción secundaria); los de producción
primaria, ya terminados, son casi invisibles desde el aire. Una red de caminos rectos y polvorientos los
comunica a través de la nada.
A este paisaje mineral se
llega subiendo por un camino que sale de la ruta provincial 7 frente a la
población de Añelo. El valle que divide en
dos la meseta desaparece y con él, el pueblo, las chacras y el asfalto. Los caminos de ripio, color arena, son
recorridos por camiones y camionetas.
Pero la mayor parte del tiempo están vacíos. La planicie, interrumpida por algunas
elevaciones aquí y allá, está poblada de arbustos pequeños. El más habitual es uno de ramas color verde
intenso, casi fluorescentes, repletas de espinas y con algunas hojas
pequeñas. Se llama chañar brea y forma
unos globos aplastados de hasta un metro de altura. Cuando el viento sopla y el arbusto está
seco, puede arrancarlo desde la base y hacerlo rodar como en un western.
No es casual: en el desierto de Arizona también abundan.
Pero lo que predomina en
Loma La Lata son
las piedras. Las hay de muy diversos
colores y tamaños, semienterradas en el campo arenoso; forman parte de un
plegamiento continental relativamente reciente, el Grupo Neuquén, de unos 65
millones de años de edad. Se formó junto
con la cordillera de Los Andes, cuando los ríos comenzaron a bajar en pendiente
y fueron socavando y arrastrando fragmentos de rocas, muchas de ellas ígneas,
que al enfriarse se fueron redondeando o elongando como guijarros. Formando clusters,
fueron depositándose en una cama de formación arcillosa, que a veces se
distingue en el corte vertical del cañadón y tiene la apariencia de un enorme
pan dulce grisáceo.
Esas piedras están en todas
partes y pueden embotar al caminante.
Pero casi nadie camina en Loma La Lata. Las
camionetas van rápido en el ripio, levantando una nube de tierra visible a lo
lejos. Cuando dos vehículos se cruzan de
frente, los conductores suelen sacar una mano del volante para tocar el
parabrisas. Parece un saludo, pero en
realidad es para evitar que alguna piedra de las que saltan bajo las ruedas del
otro vehículo quiebre el vidrio, en caso de tocarlo.
Nuestra primera parada es lo
que llaman batería, un grupo de nueve trailers formados en doble U sobre un
terreno alisado. Por fuera, una hilera
de torres de energía hace un desvío para acercar electricidad por sobre el
alambrado. Más allá, la nada. Allí funciona la Gerencia de No Convencionales
de YPF, recién mudada por un conflicto con una de las comunidades mapuches de
la zona. La instalación tomó tres días y
detrás del predio hay otro igual, ya alisado, para traer el resto de la
gente. El sol cae a pico sobre los
trailers, equipados con aire acondicionado, y los techos de las
camionetas. Todo el mundo está adentro y
cada tanto las puertas se abren y cierran para pasar de un trailer al
otro. En el interior de cada uno hay
tres o cuatro escritorios, con coquetas ventanas que miran hacia fuera como si
hubiera algo que mirar.
Anyelén Larssen, 31 años,
ingeniera química, es la única mujer de este equipo. Nació en De La Garma , un pueblo bonaerense
cercano a Tres Arroyos que tiene 1.600 habitantes. Recibida en La Plata , entró a YPF como
pasante en 2007 y dos años después pasó a planta, momento en que tuvo que
elegir un yacimiento donde trabajar. “Mendoza es difícil porque es como un
premio a la trayectoria, y Comodoro (Rivadavia) se me hacía difícil por la distancia”
nos explica, mientras acepta soltarse el pelo para el fotógrafo. Su novio, a quien conoció haciendo un master
en la empresa, trabaja en el trailer de al lado. Planean casarse. En Neuquén capital, de donde los trae la
combi matutina, todos sus amigos les preguntan por el fracking, el polémico método que ellos prefieren llamar
estimulación -y no fractura- hidráulica, tal vez porque suena menos
negativo. “El tema sale, aunque no
queramos, con todos los que nos conocen.
Nos preguntan si es cierto lo que se dice, si contamina, si hay sismos,
etc. Hay mucho desconocimiento, y
probablemente también un error nuestro en cuanto a la difusión. La gente no sabe, por ejemplo, que la Provincia regula el agua
que usamos”.
La batería está justo en el
centro del yacimiento Loma La
Lata ; ya hay unos cien pozos abiertos de shale, de los cuales 57 son de este año, y restan hacer unos 65
para cumplir la meta anual pautada. En
2014 el desafío será hacer otros doscientos, para lo cual la cantidad de
equipos perforadores también va ajustándose: hoy hay 17, terminarán el año con
24 y esperan tener 30 el año que viene.
“Los números son impresionantes, un orgullo y un desafío” sonríe la rubia.
“No es usual ver semejante magnitud”.
Anyelén es jefa de
operaciones del yacimiento Loma Campana, ubicado en la esquina nordeste de Loma
La Lata. Es media hora de camioneta
desde la batería, cruzando campo que parece intocado.
Allí, en el pozo 126, está
trabajando uno de los diez equipos de perforación a su cargo. Para ingresar hay que cumplir las normas:
mameluco, borceguíes y, fuera de los trailers que circundan el pozo, casco,
lentes y guantes antiflama. También dan
unos tapones para los oídos. Un grandote
de piel oscura y acento mexicano –se llama Efraín- nos hace ver un video de
seguridad. Aprendemos que en caso de
emergencia hay dos puntos de reunión en rincones opuestos, marcados con
carteles; el que se use dependerá de la dirección del viento en ese momento.
En el centro del predio, una
torre que intimida emite un zumbido permanente.
Debajo de la plataforma central, unas tuercas y embudos gigantescos
contienen la presión del pozo y sostienen el centro de la estructura. La plataforma tiene piso metálico y tiembla
bajo nuestros pies: en el centro hay un hueco engañosamente pequeño por donde
baja la herramienta de excavación, un motor pequeño con una cabeza hecha de
carburo de tungsteno, de movimiento rotatorio; es la broca o trépano. Detrás suyo, el caño de perforación, que se
va empequeñeciendo a medida que se va más profundo (el pozo está compuesto de
varios casings concéntricos). Ahora está bajando un caño de unas 8 pulgadas en breves
empujones, unos pocos centímetros cada vez, por el hueco que conduce al
pozo. Unas columnas pintadas en un panel
permiten medir a simple vista el descenso en pulgadas y centímetros. Pero la real medición es electrónica y se
realiza en dos trailers ubicados en el piso del pozo. Desde allí se chequean las presiones y el
comportamiento de la roca, y tienen comunicación permanente con una cabina de
operación ubicada sobre la plataforma.
Alrededor del tubo que baja, y hacia arriba, está la torre propiamente
dicha. A mitad de camino está suspendido
un cajón con el número del pozo pintado de manera que pueda identificarse desde
lejos; contiene la cabina desde donde se van montando los caños dentro de la
torre. Los operarios subidos allí tienen
un estricto protocolo de movimientos, cuyo propósito es que siempre haya al
menos uno fuera de la cabina en caso de emergencia. Una fuga de presión puede hacer volar a una
persona por el aire, y en tal caso, es importante que alguien presente pueda
maniobrar de inmediato.
Efraín, el gigante mexicano,
es el encargado de que se cumpla ese protocolo, y Oscar Zambrano, colombiano,
es el representante de la empresa en el lugar, encargado de supervisar toda la
tarea; se lo llama company man, y es
el responsable del pozo. Ambos trabajan
para Schlumberger, una multinacional que presta servicios a YPF en la zona. Cuando no está supervisando pozos, Oscar vive
en Polonia, donde se convirtió en un experto en shale consultado hasta por el propio gobierno. “En 2006” cuenta, “se publicó un informe donde
anunciaban que después de EE UU, Polonia era el gran reservorio de shale gas. Esto generó mucha expectativa, el ministerio
polaco del área dio 82 licencias para explorar, y llegaron muchas compañías. Trabajé tres años allá, incluyendo la
perforación del primer pozo de shale
en el país, y también fracturas”. Polonia
tuvo que defender su postura pro-fractura en la Unión Europea –Francia, que no tiene petróleo y depende de la energía nuclear, estaba en contra- y ganó su derecho a la explotación no
convencional con un informe basado en investigación in situ hecha por el propio
Zambrano. “La ironía es que después de
todo eso, perforamos… y no había gas”.
Oscar está sorprendido por
las características del shale de Vaca
Muerta: “comparado con lo que venía acostumbrado a hacer, aquí veo que hay que
cerrar el pozo, hay mucha presión, porque sale gas y petróleo… Un petróleo
lindo además, que no huele a azufre, precioso”.
El crudo que está saliendo de la roca madre es de color claro y carece
de aromáticos (base de los aceites), por lo que YPF está estudiando cómo
acondicionar sus refinerías para el tratamiento del nuevo producto, no
“adecuado” para una refinación tradicional.
Pero todavía falta mucho
para eso; en el 126 se está tratando de llegar
a Vaca Muerta. Nos explican los desafíos
técnicos de perforar a través de varias formaciones geológicas -Quintuco es la más conocida por brindar hidrocarburos convencionales- para
llegar, en este caso, a 3.500
metros de profundidad.
La fractura hidráulica, en estas perforaciones, era habitual mucho antes
de que se pensara en explotar una roca madre; en la Argentina se viene
haciendo hace unos quince años, a menores profundidades, y en el mundo desde
mucho antes. Es la mejor manera de
atravesar rocas que por su dureza o condiciones especiales no podrían cruzarse
de otro modo. Se calcula que en Argentina
un 70 por ciento de los pozos es fracturado en la perforación. El “punzado” –las mentadas detonaciones bajo
tierra- también es antiguo, y menos espectacular que lo que suele
imaginarse. Pero hablaremos de eso más
adelante.
Ahora, el equipo –como se
llama al trépano de dimensiones y formas variables según la necesidad- está a 3.070 metros , y desde
los 2.500 está haciendo una curva de 3,5 grados cada cien metros: el ángulo se
logra con unos anillos ubicados al frente del motor, y se ajusta antes de
bajarlo a la formación. La idea es que
la curva llegue a 90 grados –en rigor 92º por la trayectoria del pozo- en los 3.500 metros ; a partir
de allí, el pozo 126 tendrá una trayectoria horizontal, como la de los pozos de
shale norteamericanos (allá las rocas
madre tienen menos espesor y por eso se favorece el pozo horizontal para
aprovechar más el recurso). En Neuquén,
en cambio, la roca tiene un espesor de hasta 400 metros , lo que
permitirá por un lado explotar shale
en pozo vertical, y además fracturar en distintos niveles de ese vertical,
siguiendo las líneas de tensión de la roca.
“Con una buena aplicación se
hacen entre siete y diez metros por hora” cuenta Zambrano, y nos describe el under balance drilling, herramienta que
permitirá absorber el gas que despida Vaca Muerta cuando entren a la formación
(el gas es el hidrocarburo más liviano; siempre sale primero). El principal problema, a estas profundidades,
es la presión: un riesgo calculado con el monitoreo permanente de los
sedimentos que trae el agua que vuelve del pozo. Quintuco, la formación que se está
atravesando, es de calizas arcillosas y el agua usada en la perforación es
tratada con diesel para evitar una reacción química –groseramente, la hidratación
de la arcilla- que aumentaría el volumen de la roca y haría colapsar el
pozo. Sobre la plataforma, el olor del
combustible es notorio: una serie de zarandas ubicadas bajo el piso van
haciendo de filtro y rompiendo el lodo que viene con el flowback, para que libere el gas que pueda tener atrapado. De esas zarandas se obtienen muestras de roca
que serán analizadas en uno de los trailers; una cada tres metros de avance, lo
que significa cada quince minutos o media hora, según la roca y la herramienta que
se esté utilizando.
Carlos Figueroa, un
mendocino de cara mansa y pelo colorado, debe tener menos de treinta años. Es ingeniero químico; aquí se encarga de
monitorear una serie de indicadores de lo que está ocurriendo en el fondo, para
avisar a los maquinistas si pasa algo.
También prepara los cuttings
del lodo, que el geólogo va a revisar. Mientras
nos está mostrando su trabajo, aparece un zumbido monocorde: una alarma. Explica que está subiendo el flujo de
retorno, pero no es gas todavía: el pico es muy pequeño. Cuenta que antes trabajó en la industria
química, en pintura; ahora se siente orgulloso de participar en la aventura del
shale. “Justo en este lugar, dicen que es uno de los
emprendimientos más importantes que hay en Sudamérica… Hay que ponerle pila y laburar”. Está emocionado.
Volvemos hacia el sur para
visitar el pozo 621, donde están haciendo una estimulación hidráulica. Es lo que se conoce como “pozo de fracking”: la segunda etapa de un
proceso que empezó cuarenta días antes, con una perforación como la del
126. La etapa de exploración, clave en
la explotación convencional, aquí fue un trámite: ya se sabe que Vaca Muerta
está debajo de todo el paisaje, y toda la roca tiene hidrocarburo en su
interior. Sólo resta ver dónde las
variables auguran un pozo más rendidor.
La perforación suele durar
unos 30-45 días, si bien esto depende de las dificultades que presenta cada
lugar. Una vez encamisado, esto es con
la cañería completa, el pozo se limpia y cierra con una válvula al ras del
piso; luego se retira el equipo de perforación y entra el de fractura, con una
torre mucho más pequeña.
Así como la perforación
impresiona en altura, la estimulación hidráulica lo hace en la dimensión de lo
que ocurre sobre la superficie, si bien falta quizá la mística que uno asocia a
la figura de la torre tradicional. En
una fractura pueden estar trabajando hasta cien personas a la vez; unas veinte
en la actividad en sí, y el resto en toda la logística. Lo primero que se percibe son las enormes
piletas azules de YPF, de 80 metros
cúbicos de capacidad: suerte de trailers con ruedas,
llegan vacías porque para cargar cada una hacen falta algo más de dos camiones
cisterna (capacidad: 35 m3 ). Pueden llegar a ser unas 40 piletas,
generalmente dispuestas en U alrededor del pozo. Una cola de camiones espera a la entrada su
turno para cargar; pueden llegar a ser unos cien viajes, entre el agua y la
arena que formarán el 99,5% del lodo de fractura. El resto son los aditivos que se agregan al
líquido para darle viscosidad y otras propiedades que asegurarán el transporte
de la arena a las fracturas, donde se depositará manteniéndolas abiertas. La escala de todo el proceso se debe a la
profundidad a la que está la roca: hay que meter el líquido a presión y para llegar
a cubrir todas las hendiduras se cuenta con 2.800 m3 en el lugar. Es decir, en el medio de la nada. La clave es la logística.
El procedimiento empieza con
el punzado, que consiste en bajar un cañón de aproximadamente un metro de
largo, relleno con unos ocho explosivos que detonarán a unos 3 mil metros de
profundidad. Están dispuestos de manera
helicoidal y detonan con una descarga eléctrica, atravesando el caño
perpendicularmente y penetrando en la formación entre 10 y 30 centímetros . La explosión no se oye. Un segundo cañón despide cuñas-tapón
que mantendrán abierta la hendidura mientras se prepara el fluido de
estimulación. En este pozo lo harán
cinco veces –fractura, tapón- a distintas alturas dentro de Vaca Muerta.
El agua gelificada se
prepara en el lugar, ya que está diseñada para cambiar sus propiedades una vez
dentro de la formación, y si no se usa, en media hora perderá su
viscosidad. Las piletas terminan en una
conexión a un gran tambor mezclador, donde se prepara el gel con los aditivos
que hagan falta según las características del pozo. De ahí va a otro equipo donde cae la arena y
queda todo unido con un sistema tipo centrífugo. El siguiente paso es la bomba, que lo chupa y
manda al pozo.
Hay diez bombas trabajando
simultáneamente. Los equipos transmiten
su vibración al piso y un ruido sordo embota los sentidos. Los operarios hacen buen uso de los tapones
para los oídos, de goma color naranja; de alguna manera se escuchan en sus
handys. Un cañón ya detonado, en el
piso, parece un colador grueso con forma de palo de amasar. Todo el mundo está ocupado.
“Usamos un caño flexible de
dos pulgadas” nos va contando Jorge Castañeda, supervisor de operaciones de workover (rionegrino). El caño termina en una fresa y tiene un motor
de fondo, que bombea agua en el trayecto previamente punzado. “El helicoide con la presión, mueve la fresa
y rompe los tapones, de manera que nos deja todo listo y produciendo”. La arena especial incluida en el lodo ya está
en la hendidura y resistirá la tremenda presión de la roca (unas 10 mil atmósferas),
construyendo una vía más permeable por donde fluirá el hidrocarburo.
El equipo dejará el pozo
produciendo en una semana. La fractura
llevó sólo un día (unas tres horas y media; el tiempo varía según el pozo y la
escala); el resto se va en controlar el comienzo de la producción, instalarse y
retirarse. En la locación donde estamos
hay cuatro pozos perforados con sus correspondientes válvulas de cierre; el
equipo se irá mudando de uno a otro. Los
pozos están cercanos en la apertura, pero al llegar a Vaca Muerta se curvan en
direcciones diferentes; de esta manera se cubre un área mayor desde un alisado
relativamente pequeño. La distancia
entre los cuatro pozos varía según las pruebas; aquí, los dos al norte están a 90 metros de los dos sur;
y a 30 metros
entre sí. “Los 90 metros son porque
perforaron dos equipos simultáneamente” explica con acento cordobés Pablo
Casanueva, a cargo de la parte logística.
“Se calcula esa distancia para que si cae una torre, no toque a la
otra. Y los 30 metros de mínima son
para trabajar más cómodos en caso que querramos intervenir el pozo más adelante
para limpiarlo, por ejemplo. A veces los
no carbonatos o las parafinas tapan una parte y baja el caudal de
producción”. Todavía es pronto para
hacer una previsión, pero teniendo en cuenta la experiencia de EE UU, se
calcula que una vez que el pozo entra en producción no habrá que volver a
fracturarlo en cinco años, por lo menos.
Cae la noche en el pozo
126. El clima es muy diferente al de la
mañana: Zambrano, antes didáctico y hasta jovial, ahora está muy serio. Pasa que mientras presenciábamos el fracking en el otro pozo, este equipo
entró a Vaca Muerta y ahora las presiones se irán acercando a lo imprevisible,
sobre todo en la horizontal. Es momento
de ir avanzando pulgada por pulgada, midiendo todas las variables, para evitar
sobresaltos. Es lógico que el company
man esté preocupado.
En cambio José Castro, el
jefe del equipo local de perforación, se ve exultante. Morocho, corpulento, de rostro curtido, tiene
todo el tipo del ypefiano, el veterano de mil batallas. Sale de su trailer y se para a observarnos,
las manos en la cintura, las piernas abiertas sobre la suave vibración de la
tierra alisada. Uno casi lo imagina
musitar, como Robert Duvall en Apocalipsis
now: “me gusta el olor del napalm por la mañana”.
Todavía falta lo más
difícil, pero para él no importa: el equipo ya llegó. Su
equipo. “Esta es mi torre; yo voy con
ella de pozo a pozo, perforando” dice, con los lentes negros que lo hacen
parecer todavía más canchero. José lleva
35 años en la empresa. Se nota que el shale, para él, es en el fondo una anécdota. Una moda más.
En diez días, tras vagar horizontalmente por Vaca Muerta hasta alcanzar
unos 4.700 metros
de largo, el pozo terminará encamisado con tres aislaciones, la última un caño
de 5 pulgadas . Una vez tapado la torre, en un milagro de
ingeniería, será plegada al ras del piso y luego desarmada, para su traslado a
la próxima locación, donde los espera sólo un pedazo de tierra alisada.
En el trailer del fondo,
mientras tanto, el geólogo Marcelo Barroso –sanjuanino, 36 años- examina los
nuevos cuttings de la roca. El “hachazo” cambia notoriamente cuando se
entra en la formación, pasando del gris de Quintuco a un negro oscuro. El equipo de perforación tiene también una
corona, que rodea el caño y va dejando
una muestra de lo que encuentra en el interior.
Cuando llega al tope de capacidad se produce un corte de la muestra y se
extrae. Las coronas son revisadas
primero en el trailer, y luego serán enviadas a La Plata , donde un equipo de
geólogos las examina en el microscopio electrónico para analizar en detalle sus
componentes y seguir completando el mapa geológico.
Todos ellos dormirán allí ,
en los trailers. Las camas son pequeñas,
la comida, de microondas, y la organización resulta esencial. Entre simulacros, operación, monitoreo,
muestras, limpieza, la vida del pozo nunca se detiene. Las cuadrillas son tres y se turnan
semanalmente; los geólogos, dos, con turnos de catorce días. El company man vive en el pozo hasta que se
termine de desarmar. Después, veinte
días de descanso, que Oscar pasará en Polonia; de Buenos Aires sólo conoce el
aeropuerto. “Me dijeron que tendría que
conocer San Telmo” concede, pero se nota que tiene poco interés. Su mundo es su casa, y las derivas por los
rincones del shale.
Marcelo, el geólogo, me
cuenta el secreto de la roca: “voy midiendo el valor de los carbonatos de
calcio y magnesio; cuando hay desequilibrios entre ambos, podría haber una
reacción secundaria que haya formado un reservorio. Pasa que en ese momento geológico hubo una
interacción química entre los dos carbonatos, donde el ion magnesio reemplazó
al ion calcio. Y como éste es más grande
que el otro, al cambiar por magnesio queda un hueco, un poro, donde puede haber
hidrocarburo”. El poro es nanométrico, y
hay que verlo en el microscopio electrónico para creer que esa piedra contiene
líquido. Todavía no se sabe cómo diablos
hace para salir de ahí.
Herbie Hancock en Bs. As.: El futuro que pasó
En la primera fila del
Teatro Gran Rex pasan cosas. Un
asistente cruza el escenario para dar instrucciones a una mujer corpulenta que
está sentada en la pequeña escalera que baja de éste hacia la platea. “Fotos no hay problema, filmar dos o tres
minutos, bien; más, no”. Fiel a su
destino vigilante, la mujer de seguridad traduce para los espectadores de las
primeras filas: “atención: se puede sacar fotos, pero no filmar”. Todos sonríen mirando para otro lado, como si
aparentar no haber oído pudiera eximirlos de alguna falta futura. A dos butacas del cronista –que está sentado
exactamente delante del set de teclados que usará Herbie Hancock durante el
show-, un joven alto, de barba rubia y sonrisa tímida, prepara una cámara de
fotos de aspecto profesional que lleva en un bolso. Entre ambos, una mujer que también vino sola pregunta
a la vigilante cuál es el apoyabrazos que le corresponde a ella (pregunta
insólita). El cronista y el rubio se
apuran a dejar libre su apoyabrazos limítrofe, intercambiando una sonrisa
cómplice.
Se apagan las luces y los
músicos van saliendo de a uno al escenario.
Primero Vince Colaiuta, vestido de jogging –parece que viniera de lavar
el auto- para arrancar un ritmo trepidante en la batería; lo sigue el más
pequeño Zakir Hussain, sentado ante su tabla (conjunto de símil bongós hindúes
de distintos tamaños). Poco después
llega el bajista, un negro enorme llamado James Genus y que forma parte de la
banda estable del programa Saturday Night
Live; seguramente aprovechó las vacaciones del verano boreal para salir de
gira con el autor de “Chameleon”. Genus
podría custodiar la puerta de una discoteca, esto es si estuviera un poco mejor
vestido; así como está, podría meterse en una obra en construcción. Pero ahora está en el escenario, sumando una
escala funky a la salsa que cocinan batería y percusión.
Por último entra un Herbie
Hancock alegre y juvenil, cuya estampa desmiente los ¡73! años que ya
tiene. Viste una casaca roja, que oculta
su torso algo panzón, y unos sencillos pantalones negros. Se sienta dentro del triángulo que forman un
piano Steinway, un enorme sintetizador Korg –alternará entre ambos durante todo
el concierto- al que agregó varias pantallas del tipo pad, y un Roland más
pequeño, de esos que se cuelgan como una guitarra, y que usará en un par de
ocasiones.
PERDIDO EN EL ESPACIO. El cuarteto concluye “Actual proof”, el tema
inicial, a toda máquina, y Hancock se para ante los espectadores con una
sonrisa de oreja a oreja. Simula un
golpe de boxeo, como diciendo: los dejé nocaut.
Agradece el lleno de sus dos conciertos en Buenos Aires (unas seis mil
almas que pagaron precios internacionales).
Explica que a continuación fusionarán “Watermelon Man”, uno de sus
primeros hits, con un tema de un guitarrista africano donde destaca el ritmo
heterodoxo: 17/4. “Le saqué un compás
porque en 16/4 sí se puede groovear…
De todos modos, en tres ocasiones vamos a tocar 17 compases, pero no les voy a
decir cuándo” bromea. Arrancan con “17’s”,
que así se llama, y el espectador debe seguir los constantes breaks de Colaiuta para adivinar el
momento en que éste parece retrasarse y arrastrar a los demás por un
microsegundo. Pasan a “Watermelon
Man”. Luego comienzan a ir y volver entre
ambos, para terminar tocando “Watermelon Man” en 17/4. La música de Hancock está hecha de juego.
Para el tercer tema –en casi
dos horas tocarán menos de diez- el tecladista anuncia que usará un vocoder, el
truco electrónico que en los años setenta le permitió sentirse libre para
cantar “como un astronauta”, como él mismo dice (habría que ver qué piensa del hoy
omnipresente auto-tune). Después de ser descubierto por Miles Davis en
los sesenta, formando parte de su célebre segundo quinteto, Hancock siguió el
llamado de la electrificación y la fusión con ritmos africanos y populares como
el funk; la ironía quiso que en este campo superara comercialmente a su
maestro, que por entonces intentaba captar a nuevos públicos. Mientras el álbum On the corner (1972) de Miles vendía poco y nada a pesar de su estética
y sonidos funky, Hancock vivió un megaéxito con Head Hunters (1973), un disco que resultó bisagra en su obra. Desde entonces tuvo una carrera paralela en formato
bailable, abrazando el funk e incluso la música disco con un hit tras otro; siendo
como es un virtuoso ejecutante, Hancock sobresalió aun más como compositor y en
su deseo de explorar nuevos sonidos.
Durante el resto de los setenta y parte de los ochenta sería un pionero
de la electrónica, un vanguardista del tecno a la par de Giorgio Moroder o
Kraftwerk; después, como a ellos, la tecnología del sampleo lo fue dejando de
lado a medida que una nueva generación –la del rap y el house- se abría camino. A
partir de allí se fue refugiando en el circuito perenne del jazz académico,
recibiendo honores y volviendo de tanto en tanto con discos de espíritu clásico
como River (2007), reciente tributo
a su amiga Joni Mitchell.
Pero a Hancock le encantan
los gadgets y sigue jugando con las
innovaciones que surgen cada año, si bien para esta gira aprovecha mayormente
los que él mismo ayudó a imponer. “Come
running to me”, un tema de la época de oro, suena entonces con vocoder, y tras un
impresionante solo de tabla del hindú Hussain, volverá esa voz electrónica en
soledad, cantando con expresión beatífica algo que podría describirse como una
balada espacial, la banda de sonido que debería reemplazar al “Danubio Azul” en
aquella recordada secuencia de 2001. La música de Hancock siempre invoca el
futuro, pero pertenece a un momento en que la idea de futuro estaba relacionada
con la exploración del espacio exterior; su generación ha tenido que adaptarse
con los años a una nueva concepción, más virtual e introspectiva.
SOBRE EL ARCO IRIS. Así como él mismo toca dentro de un
triángulo, Hancock forma otro más grande con Colaiuta –al centro y al fondo- y
Hussain, que lo mira desde el otro lado del escenario. Por el amplio espacio central se pasea Genus
con su bajo de cinco cuerdas, pivotando con uno u otro músico según se requiera
pulso, acompañamiento melódico –que acostumbra tocar en la zona más aguda del
instrumento, haciéndolo sonar como un teclado- o unos rápidos tableteos con los
que se luce cuando le hacen lugar para un solo.
Hancock ha decidido mostrar todas sus facetas –el pianista clásico, el
astronauta, el monstruo funk- en una misma noche, y la combinación no es fácil:
el groove no suele llevarse bien con
el eclecticismo musical ni con el virtuosismo instrumental. La respuesta parece estar en las alianzas que
los músicos establecen entre sí, siempre efímeras y cambiantes. Hancock y Colaiuta representan por momentos la
destreza occidental traducida en veloz digitación, caminos tortuosos llenos de
cortes y requiebros; un aire perfeccionista y cristalino. Hussain y Genus aportan graves y sangre,
humanizan la mezcla. A veces tecladista
y batería someten a examen al percusionista, con ritmos asimétricos que invitan
a perder el compás; el hindú se sostiene mirando todo el tiempo a los ojos a
sus compañeros, que no le hacen ninguna seña cuando la música está por cambiar.
Pero en otros momentos
Hancock parece ponerse del lado de los “cálidos” y es Colaiuta quien debe
adaptarse a los borbotones del magma funk.
Cuando Hancock se cuelga el Keytar (el teclado-guitarra) y se planta
frente al bajista, el ritmo pasa a ser la base monolítica sobre la que bajo y
teclado pasean sus pegajosos acordes, invitando a bailar aunque el público
nunca abandone sus asientos. La
audiencia ovaciona a Colaiuta cada vez que pueden: “Vinnie, parece que acá
tenés muchos fans” se ríe el líder.
Colaiuta es uno de los sesionistas más respetados y son conocidas sus
clínicas del instrumento; destacado por su habilidad con los polirritmos, que
lo ha vuelto una especie de Bill Bruford del jazz, es famoso por haber tocado
para Frank Zappa un complicado patrón rítmico a primera leída, sin abandonar el
plato de sushi que representaba su almuerzo.
Hancock, por su parte,
termina siendo el más elusivo entre estos virtuosos. Su técnica en los solos se aparta del
habitual estiramiento de melodías y “llenado de notas”, propio de los
intérpretes del jazz. Tampoco es un
percusivo del instrumento, a lo Monk.
Toca mucho, pero no se sabe bien dónde: parece encarar escalas
diferentes con cada mano y navegar sobre el límite entre ambas, al borde de lo
atonal, como un surfer calculando por dónde tomar la ola. Puede mantenerse ahí durante largos minutos,
solo o sostenido por sus músicos, para de pronto cortar a un riff melódico,
conocidísimo, como el de “Cantaloupe Island”.
Las escapadas pueden producirse en cualquier momento y terreno.
El público, entregado, está
lleno de famosos: por ahí están Javier Malosetti –que vino las dos noches- o un
extasiado Luis Salinas. No pocos se
entregan a fotografiar al maestro, provocando la inquietud de la mujer de
“seguridad” que sigue al borde del escenario y debe ser la única que no mira para
arriba. En la fila del cronista, el
rubio no deja de gatillar, mientras la espectadora arisca insiste en no usar sus
apoyabrazos. Los músicos saludan y se
retiran, pero Hancock se lleva el Roland...
De donde surgirá minutos después la base de “Rockit”, su gran hit de los
ochenta, aun antes de que Herbie vuelva al escenario para intercambiar escalas
con el bajista, en un mix de este tema con “Chameleon” que termina la noche y
el show.
Hancock nunca abandonó su
sonrisa, y para cuando se encienden las luces ésta se reproduce en todas las
caras. Entonces el cronista encara al
rubio, a quien cree conocer de cierto festival.
El joven tímido, fotógrafo y aficionado resulta ser Damián Szifrón, el creador
de esa serie televisiva de culto llamada Los
simuladores. Difícil no pensar que
en el placer de nuevas generaciones como la suya esta música, marca de un
futuro que ya es pasado, se sostiene, late, continúa viviendo. Toda una proeza para este
hiperprofesionalismo devaluado en tiempos de viralidad, videos caseros,
cantantes que susurran y culto al lo-fi.
Los conciertos tuvieron lugar los días 19 y 20 de agosto de 2013. Las fotos que ilustran la nota no fueron tomadas en el Gran Rex.
Ring Lardner: El hombre taciturno
Publicada en El País Cultural (Montevideo, Uruguay) el 13-2-04.
El pasado 27 de septiembre se
cumplieron 70 años de la muerte de Ring Lardner, un autor “menor” pero crucial
en el desarrollo de la narrativa norteamericana. Su figura quedó a la sombra de la de Ernest
Hemingway, William Faulkner o Francis Scott Fitzgerald; pero todos ellos lo
tuvieron en gran estima y fueron influidos, en cierta medida, por sus cuentos y
su obra periodística.
La ironía es que Lardner
consideraba a estos trabajos como meramente alimenticios; su verdadera pasión
era el teatro. Sus trabajos en la prensa
periódica le permitieron independizarse e incluso llevar una vida holgada, pero
su ambición teatral encontró más fracasos que éxitos. “Resultaba obvio que consideraba que su
trabajo no iba a ninguna parte, era mera ‘copia’” lo explicó Fitzgerald, quien
fue su amigo a comienzos de los años ‘20.
“Había dejado de encontrar divertido su trabajo unos diez años antes de
morir”.
La obra de Lardner tiene entre
nosotros una razón adicional para el olvido: su reproducción de modismos del
inglés oral pone en problemas a los traductores. Su libro más conocido, You know me Al
(1916), no está disponible en castellano, y sus cuentos se encuentran en
ediciones esporádicas a ambos lados del Atlántico (la última argentina data de
1973).
DEL PERIODISMO AL HUMOR.
Lardner nació en 1885 en Niles, un pueblo del medio oeste
norteamericano, y comenzó a destacarse escribiendo crónicas deportivas, primero
en la prensa local y a partir de 1907 en periódicos como el Chicago Examiner
y el Chicago Tribune. La
cobertura de la liga nacional de béisbol -la exageradamente llamada “Serie
Mundial”- lo llevó a viajar por todo el país junto al principal equipo de
Chicago, los White Sox, y a conocer bien a sus estrellas, de personalidad y
humor no muy diferentes a los de nuestros futbolistas.
Lardner había mostrado interés en
el teatro y la música desde temprana edad, pero el periodismo era lo que le
permitía mantenerse. En 1913, ya casado
y con un hijo, escribía para diarios de Chicago, Boston y St. Louis. Es entonces cuando el Tribune le
encarga continuar una columna diaria llamada “Detrás de la noticia”, cuyo
creador había fallecido. Se trataba de
una sección de chismes de vestuario, pensada para agregar color a la
información deportiva habitual. En
pocos meses, Lardner fue transformándola en una parcela para dar rienda suelta
a su humor.
Quizá para hacer uso de su veta
teatral, empezó a dar la información en forma de diálogos entre los jugadores y
de éstos con el cuerpo técnico, revelando el clima de competencia y cargoseo
entre las figuras. La transcripción
directa, sin más indicación que los nombres de los involucrados, creaba la
ilusión de la ausencia de un narrador y daba al lector la sensación de una mayor
intimidad, como si estuviera sentado entre los jugadores en el banco o durante
una partida de póker, pasatiempo favorito en las giras. Lo que daba mayor sensación de autenticidad,
sin embargo, era la reproducción perfecta del habla de los beisbolistas, con
sus defectos y modismos; un recurso que ya había utilizado Mark Twain y que
Lardner desarrollaría como nadie.
A medida que el éxito de la
sección se extendía, también comenzó a incluir diálogos sin más intención que
el humor -muchos con una buena dosis de invención-, así como pequeños sketches
teatrales y chistes sueltos. Su mirada
también se elevaría, abarcando temas extradeportivos y mofándose de
empresarios, políticos y artistas.
En 1914, Lardner siguió
explorando el filón en una serie de cuentos publicados en un semanario de
alcance nacional, el Saturday Evening Post, y centrados en un joven del
interior que era contratado para jugar con los White Sox. La voz del autor seguía ausente, ya que las
historias tenían la forma de cartas que Jack Keefe -el jugador en cuestión- le
escribía a su amigo Al, que se había quedado en el pago. Usar un jugador imaginario -aunque rodeándolo
de otros reales- le permitió a Lardner ser más cruel e incisivo, mostrando el
engreimiento y la vanidad del personaje, su torpeza juvenil y su incapacidad de
manejar el éxito. La parodia de los
errores de un iletrado al intentar expresarse por escrito aportaba comicidad -y
patetismo- adicionales.
Estas cartas, que componen el
libro You know me Al, revelan a Lardner como un maestro de la elipsis,
permitiendo al lector inferir tanto las respuestas de Al -no transcriptas- como
las cargadas que el pobre Jack recibe de sus compañeros sin advertirlo. También se las arregla para revelarnos la
torpeza y, sobre todo, la tacañería sin par del personaje a través de sus
propios parlamentos.
El beisbolista novato fue un
suceso y sus aventuras se continuaron en el Post durante años, siendo
recogidas en los libros Treat ‘em rough (1918) y Lose with a smile
(1933); también hubo una versión en historieta.
Paralelamente, Lardner publicó otros cuentos y libros de humor en
ediciones baratas. En 1919 abandonaba
Chicago por Connecticut, desde donde un sindicato distribuiría sus historias en
más de cien publicaciones periódicas de todo el país.
HIJOS Y ENTENADOS. Habituado
al lenguaje periodístico y las exigencias de espacio, Lardner desarrolló en sus
cuentos un estilo basado en la reproducción de la voz de sus personajes, bien
en diálogos o contando la historia por sí mismos. El humor suele aparecer entre líneas, más
allá del limitado punto de vista de los personajes, y suele tener que ver con
la revelación de su carácter, a menudo en contradicción con lo que ellos dicen
de sí mismos. Cuando narra en tercera
persona, Lardner elige un estilo seco, informando lo imprescindible y sin
juzgar a sus criaturas, como en “Campeón”, certero retrato de un boxeador sin
escrúpulos.
Algunas de estas historias se
sitúan en el mundo del deporte (“Ike el de las disculpas”, “Diario de un
caddy”), pero también se dieron casos memorables en otros terrenos: en “No
puedo respirar”, el diario íntimo de una adolescente descubre su histérica
conducta amorosa, y en “Corte de pelo” un personaje se revela odioso a pesar
del simpático retrato que de él hace un peluquero a su cliente. La ausencia del clásico narrador omnisciente
dio a estos cuentos una nueva síntesis, un aire renovador y moderno pronto
advertido por escritores más serios.
Uno de ellos fue Fitzgerald, once
años menor que Lardner y su vecino en Nueva York a comienzos de los años
veinte. El futuro autor de El gran
Gatsby también publicaba sus cuentos en el Post y solía compartir
veladas alcohólicas con Lardner que se prolongaban hasta el amanecer. Fitzgerald fue el responsable, en 1922, de la
primera publicación seria de Lardner al convencer a Scribner’s, la editorial
que había publicado A este lado del Paraíso, de hacer una edición en
tapa dura de sus cuentos. Ante la
reticencia de Lardner él mismo realizó la selección, para lo cual tuvo que
revisar viejos periódicos en bibliotecas, ya que el autor no se había molestado
en guardar los originales. La tituló Cómo
escribir cuentos (con ejemplos) y consiguió de esta manera que la crítica
reparara en el humorista.
“Ring llevó al papel un menor
porcentaje de sí mismo que cualquier otro escritor norteamericano de primera
fila” diría más adelante Fitzgerald. No
por escasez de producción -Lardner siguió publicando con regularidad hasta su
muerte- sino porque “por grandes que fueran los logros de Ring, estuvieron
siempre por debajo de los logros de los que era capaz, y esto debido a una
actitud cínica hacia su obra”.
En todo caso, críticos como H.L.
Mencken reconocían el aporte de Lardner al testimonio de la oralidad en su
país, y autores más jóvenes, como Sinclair Lewis, comenzaban a imitar su
estilo. Ernest Hemingway -que seguía
religiosamente “Detrás de la noticia”- había publicado sus primeros cuentos
satíricos en la revista del colegio bajo el seudónimo Ring Lardner jr. Fiel a su costumbre, dejó de reconocer la
influencia de Lardner tan pronto como algunos críticos la hicieron notar. Ciertamente, hay
huellas visibles tanto en el uso del diálogo como en la descripción de
caracteres.
El verdadero Ring Lardner jr.
(1915-2000) escribió guiones cinematográficos y ganaría sendos premios Oscar
por los de La mujer del año (1942) y M.A.S.H. (1970). El material de su padre hubiera sido ideal
para ese medio, pero Lardner murió de un ataque al corazón en 1933, justo
cuando el cine sonoro comenzaba a recurrir a los autores teatrales en busca de
argumentos. Ese mismo año se estrenaba
una versión de su pieza teatral Elmer the Great, dirigida por Mervyn
LeRoy. Posteriormente hubo varias
adaptaciones de sus cuentos; la más recordada es El triunfador
(Champion, 1949), de Mark Robson, basada en “Campeón” y con Kirk Douglas en el
protagónico.
La influencia de Lardner ha
vencido al tiempo y las fronteras: hoy se la encuentra tanto en las novelas de
la afroamericana Terry McMillan como en los cuentos del rosarino Roberto
Fontanarrosa.
Ruth Beckermann: Viajes de la memoria
Publicado en el catálogo de la edición 2012 del BAFICI.
Las películas de Ruth Beckermann (Viena, 1952), en su variedad de temas, territorios y hasta estilos, han ido construyendo silenciosamente una teoría del relato y de la memoria (todo relato es memoria, toda memoria es invención, toda imagen impresión) donde lo narrativo se liga con lo sensorial. Después de algunos documentales registrando movimientos sociales, realizados de forma colectiva a fines de los ‘70, el pasado empezó a tener mayor importancia en sus films, que desde entonces oscilan entre la observación, el testimonio y el ensayo con textos en off a la manera de Chris Marker. Pero si bien Return to Vienna (1983), el más antiguo de los films presentados aquí y el último en codirección, hace uso del archivo fílmico, a partir de entonces Beckermann lo reduce a unas pocas fotografías: ha empezado a cuestionarse el papel de la imagen como registro de ese pasado.
Las películas de Ruth Beckermann (Viena, 1952), en su variedad de temas, territorios y hasta estilos, han ido construyendo silenciosamente una teoría del relato y de la memoria (todo relato es memoria, toda memoria es invención, toda imagen impresión) donde lo narrativo se liga con lo sensorial. Después de algunos documentales registrando movimientos sociales, realizados de forma colectiva a fines de los ‘70, el pasado empezó a tener mayor importancia en sus films, que desde entonces oscilan entre la observación, el testimonio y el ensayo con textos en off a la manera de Chris Marker. Pero si bien Return to Vienna (1983), el más antiguo de los films presentados aquí y el último en codirección, hace uso del archivo fílmico, a partir de entonces Beckermann lo reduce a unas pocas fotografías: ha empezado a cuestionarse el papel de la imagen como registro de ese pasado.
“A veces es bueno no tener
imágenes, porque así no se olvidan las historias” dice en un momento en Paper Bridge (1987), cuando decide
visitar los lugares donde vivieron sus padres antes de conocerse (el viaje
continuo se convertirá en otro motor de sus films). Ha descubierto que la
reproducción de imágenes de un suceso influye sobre el recuerdo, aunque uno
haya sido un testigo presencial de ese mismo suceso. El foco estará entonces en
la oralidad: conversaciones, recuerdos, apuntes. Este recurso, que en Paper Bridge surgió de la necesidad –sus
padres judíos, huyendo del Holocausto, se desprendieron de casi todo–, se
repite de diversas maneras en buena parte de su filmografía posterior. En Paper Bridge se unen el relato oral –y
la pura especulación personal– con las imágenes actuales de los lugares
mencionados; algo parecido ocurre en su reconstrucción de los viajes de la
emperatriz Sissi en A Fleeting Passage to
the Orient (1999), quizá su ensayo más markeriano.
Es que las imágenes del
pasado, cuando las hay, suelen ser fragmentarias y de algún modo desvían la
atención hacia la parte conservada, oscureciendo el todo. Incluso el cine de
ficción puede operar de esta manera: ocurre con la trilogía de Sissi producida
en Austria durante los años cincuenta (aunque la mirada de Beckermann no es
revisionista: reconoce el encanto de esos films instalados en su infancia) y
también con los films de época del Hollywood clásico.
Si las aventuras de Sissi son las imágenes que nos distraen placenteramente de la realidad, las fotos del Holocausto funcionan como el polo opuesto y complementario: son las imágenes que no queremos ver, aun sabiendo que son o contienen verdad. No las soportamos. En East of War (1996), testimonio del ambiente generado por una exposición sobre los crímenes de la guerra, también se prescinde de las imágenes allí mostradas para destacar la oralidad, los relatos prohibidos y enterrados en la memoria de los espectadores que allí combatieron, y que ahora se reencuentran con lo peor de su pasado. Las imágenes exhibidas remiten a una crueldad que ellos no pueden admitir ni recordar sin quebrarse emocionalmente. Los hay amnésicos, para quienes el relato propio funciona como tapadera: un vidrio esmerilado que protege la situación legal de quien habla, y quizá también su propia psique. (Los padres-víctimas, por su parte, suelen ahorrar a sus hijos los detalles escabrosos del pasado.) Pero la cámara está allí, sobre ellos, leyendo los rostros.
Si las aventuras de Sissi son las imágenes que nos distraen placenteramente de la realidad, las fotos del Holocausto funcionan como el polo opuesto y complementario: son las imágenes que no queremos ver, aun sabiendo que son o contienen verdad. No las soportamos. En East of War (1996), testimonio del ambiente generado por una exposición sobre los crímenes de la guerra, también se prescinde de las imágenes allí mostradas para destacar la oralidad, los relatos prohibidos y enterrados en la memoria de los espectadores que allí combatieron, y que ahora se reencuentran con lo peor de su pasado. Las imágenes exhibidas remiten a una crueldad que ellos no pueden admitir ni recordar sin quebrarse emocionalmente. Los hay amnésicos, para quienes el relato propio funciona como tapadera: un vidrio esmerilado que protege la situación legal de quien habla, y quizá también su propia psique. (Los padres-víctimas, por su parte, suelen ahorrar a sus hijos los detalles escabrosos del pasado.) Pero la cámara está allí, sobre ellos, leyendo los rostros.
Los films más contemporáneos
de Ruth Beckermann nos presentan relatos en formación: los videos familiares de
acabado “profesional” y la reconstrucción de la epopeya bíblica en Zorro’s Bar Mitzva (2006); el “momento
histórico” de la elección de Obama en EE UU, reconstruido por la televisión en American Passages (2011). El relato
predigerido convive con el testimonio personal, el relato de la intimidad, cuya
fuerza y valor representativo nunca es subestimado por la directora. Pero la
cámara suele quedarse en las caras un poco más de lo debido, provocando
nerviosismo, a veces recelo, en los entrevistados, que se manejan con el timing que aprendieron en la televisión.
“Ya está, eso es todo lo que quería decir” suelen musitar, por ejemplo, los
vecinos de Beckermann en Homemad(e)
(2000), mirando a la cámara con una expresión entre la mueca juguetona y el
pedido de clemencia.
Ese tic, que en otros
documentales expone un juego de poder entre quienes están delante y detrás de
cámara, en Beckermann funciona como un distanciamiento: nos recuerda que lo
registrado por el lente es, ante todo, espectáculo, y que la “verdad” que busca
el género documental es tan arbitraria y movediza como los recuerdos, sometidos
a un photoshop mental según el
momento y el interlocutor.
La solución de Beckermann no
es apocalíptica, no se desalienta: al contrario, esa prevención la habilita a
abrazar otras vías de conocimiento menos legitimadas, e incluso inventarse las
propias, como cuando busca en el relato de una adivina huellas de la biografía
de un personaje histórico. Después de todo, la memoria personal se compone de
imágenes sin orden ni concierto; en ella pueden convivir, con la misma nitidez,
la epopeya de la supervivencia paterna con los mohines de Romy Schneider en el
papel de la encantadora e inasible Sissi.
Historias extraordinarias: la ficción ha muerto, que viva la ficción
Publicada en la revista chilena La Fuga en 2008.
Historias extraordinarias, ese descomunal tiro al aire de la factoría de Mariano Llinás, propone desde el principio o incluso antes una apología de la desmesura, prepea al espectador con el anuncio de sus 245 minutos, separados en tres bloques narrativos de hora y veinte cada uno con dos intervalos para pelear con la extenuación. “¿Qué tiene que contar, que le va a llevar tanto tiempo?” se pregunta uno antes de tomar la decisión de pasar cuatro horas y media mirando, saliendo a hacer pipí o pedir un café, y luego volviendo a entrar. La pregunta es central al proyecto de Llinás, es quizá el disparador del proyecto mismo. Porque la narración de Historias extraordinarias no termina yendo a ningún lado, la bala se pierde en el aire, queda la conmoción por el estruendo. Lo importante, entonces, no es tanto la historia sino la posibilidad de contarla y el gusto por hacerlo: contar porque sí, porque interesa y divierte, todo lo posible hasta que el otro pida basta, ya está, no quiero más, terminala de una vez.
El punto exacto, el límite del interés, llega –al menos para mí- pasadas las tres horas de proyección, cuando el compañero de aventuras de H, encerrado con él en una cárcel, insiste en contarle una nueva historia a su amigo extenuado y somnoliento. “Otra más no” le dice H –cito de memoria-, “quiero dormir”, a lo que el otro responde que no, que tiene que oírla, que es una historia increíble y que le cambió la vida cuando se la contaron, o algo así. Y mientras el baqueano le dice eso a H, es como si Llinás se dirigiera a nosotros: “ya sé que todavía no resolví la película, quédense tranquilos, ahora van a ver…” Porque hasta ahí nos ha contado a la vez tres historias con protagonistas diferentes, todas interesantes de por sí, apasionantes incluso, pero sin más puntos en común que transcurrir por rutas cercanas del interior de la provincia de Buenos Aires. Cada vez que uno imaginó que las historias van a empezar a cerrarse, a cruzarse entre sí, Llinás ha abierto nuevas puertas hacia otros relatos que surgen dentro de los tres principales (una vecina en el hotel; un atraco fallido; la vida de un arquitecto delirante; la desaparición de una mujer), y la dimensión de la película -245 minutos, nos decimos ahí en la butaca- parece indicar que todo en algún momento va a empezar a unirse, cobrar sentido más allá del interés particular en cada una de las piezas. Estamos cansados. Nos han prometido un caramelo, estamos llegando al fondo del tarro y no hay nada. Entonces nos dicen “no, pará, no te imaginás lo que viene, es buenísimo…” Ya jugados, nos contorsionamos en el asiento para atender la revelación. Y entonces… César, el compañero de H, César/Llinás, (nos) cuenta la historia de los jolly goodfellows. Otro decurso inaguantable, suspenso eterno, el máximo estiramiento posible de un acontecimiento por venir… que resulta ser una pavada. Recién ahí se revela lo gigantesco de la broma. Esto es el cuento de la buena pipa, tan viejo que lo habíamos olvidado, pero todavía efectivo.
El cuento de la buena pipa no tiene final, sólo hace evidente la posición asimétrica de contador y oyente: el contador tiene algo que el otro quiere saber o cree que le interesa, pero que nunca llega. El contador le está diciendo al oyente: “te cagué, perdiste tu tiempo, yo tengo la rienda y vos viniste al pie”. Es una burla.
Sin embargo, no salimos enojados de la película. Las tres horas anteriores nos habían devuelto una expectativa que hacía tiempo no experimentábamos con el cine argentino. Una excitación comparable, hay que decirlo, a la que provocaban las historias de aventuras cuando éramos niños. Un reencuentro con el cine de peripecias, la pulsión del género. Llinás ha recuperado para nosotros el territorio de la aventura… pero por un rato, para después tirar de la alfombra y escamotearlo de debajo de nuestros pies.
¿Por qué lo hace? Básicamente, parece decirnos, porque era imposible concentrar nuestra atención de otra manera.
* * *
La aventura es un código narrativo que hemos transitado cientos o miles de veces en nuestra vida de lectores-espectadores. Piratas, vaqueros, detectives y soldados nos han enseñado ese terreno al dedillo; cualquier mayor de edad puede adivinar cómo va a terminar una historia de ésas, incluso por qué camino. A partir de ahí sólo nos queda ser algo complacientes, nostálgicos, posmodernos, frente a la nueva maquinación cinematográfica que intente ese camino (en Los cazadores del arca perdida, Spielberg comenzó una nueva veta que incorpora a ese espectador veterano con guiños especialmente destinados). Las historias de aventuras son consideradas cultura juvenil, incluso infantil –de Stevenson a C.S. Lewis, pasando por el hobbit de Tolkien- no por una discriminación ideológica ni porque se denigre a sus autores, sino porque nunca más vamos a asombrarnos como lo hacíamos a esa edad. Son experiencias irrepetibles, que uno recuerda toda la vida. Yo nunca voy a olvidar cómo seguí, a los diez años, el texto completo del Miguel Strogoff de Verne –un ladrillo importante- con la ayuda de un atlas abierto en el mapa de Rusia, marcando con el dedo el recorrido del correo del zar, mientras leía tirado en el patio de una casa marplatense. (Mientras escribo esto, puedo sentir el sol del verano calentando las baldosas.) O el primer capítulo de La isla del tesoro, esa mezcla de temor y avidez que me anunciaba el comienzo de una experiencia extraordinaria (el comienzo de esa novela debe ser el más maravilloso escrito jamás; aún hoy me deslumbra, así como la ingeniería de Stevenson en esa novela, a la que volveremos).
Uno busca en un libro, o una película, o una historia oral, eso que no conoce: lo distinto, lo exótico, lo lejano. Y cada vez que nos entregamos a leer-mirar-escuchar una nueva historia, se levanta una apuesta entre contador y oyente: “a ver si me sorprendés” dice uno, “no vas a adivinar” piensa el otro. A medida que crecemos, las sorpresas son cada vez menos, necesitamos algo más; el placer se vuelve intelectual, resignado, paciente.
Pero hete aquí que Llinás nos dice “no, yo te voy a llevar de nuevo al pasado”, al tiempo en que todo era nuevo. Lo dice desde el título de su película, la archisabida duración, los créditos que anuncian varios directores de fotografía, incluso ¡varios narradores! “¿Qué es esto que necesita de varias voces en off?” Uno entra en el film con todo ese bagaje. Y Llinás abre con una escena memorable y mimética: el encuentro de un personaje gris, mediocre, es decir alguien como nosotros, con la Aventura. “No importa la profesión de X” dice el narrador, “lo que importa es que no es ni escritor ni arqueólogo ni ninguna de esas profesiones que despiertan interés en su interlocutor”. Ni siquiera tiene nombre: no lo merece. X es uno de nosotros.
X presencia una especie de transacción clandestina que sale mal, hay tiros, se encuentra de golpe en posesión de un extraño maletín. Empieza la aventura. Algo parecido ocurre en las otras dos historias principales: Z descubre la vida secreta de su antecesor en un trabajo rutinario; a H le encomiendan una misión que no comprende.
Claro, desde el principio estamos divididos, como antes, entre las ganas de creer que vamos a ser sorprendidos por la historia y el mecanismo de boicot que nos lleva a intentar adivinar lo que sigue, cagarle el chiste a Llinás. Esto ocurre siempre y el talento del narrador consiste en sostener el interés hasta el final. Pero es muy difícil que no nos anticipemos al cierre de la historia: lo hemos visto ya muchas veces, estamos entrenados. Por eso Llinás hace un farol: la historia no cierra. Él sabe que en cuanto empiece a cerrarla, la película perderá interés (con lo cual admite, y esto es importante, que ya no se puede contar de esa manera, volver atrás).
Lo que hace es abrir la historia más y más, con nuevos personajes y subtramas, cantidad de datos suministrados a gran velocidad por los narradores; para desorientarnos, confundir. Tres historias en vez de una, con lo cual creemos que en algún momento pueden unirse y el abanico de posibilidades es mayor. Su apuesta es ver cuánto tiempo vamos a dejarnos engañar. Y cuenta con una ventaja fundamental: nuestras ganas de creer, como cuando un mago se presenta y nos disponemos a ver un conejo brotar de una galera. Sabemos que es un truco, pero en el fondo no queremos que nos aviven. Queremos volver a ser niños y creer en todo lo que nos dicen: de ahí el gozo, la regresión que provocan estas Historias extraordinarias.
* * *
Las historias se entrecortan, se interrumpen en momentos cruciales, están divididas en capítulos con nombres de fantasía, todo apunta a hacernos recuperar la fe. La digresión continua aporta, increíblemente, subhistorias tan interesantes como las primeras. Todo está tan enrevesado que más de uno pensará que Francisco Salamone, el arquitecto autor de bizarros edificios públicos en el interior bonaerense, es un invento de Llinás (el único añadido a la vera historia es la suposición de un pacto con el diablo). Y toleramos cada nuevo desvío porque Llinás sabe contar, sabe sacar algo interesante de imágenes tan rutinarias como las de una parejita cruzando la plaza o una vecina que baja una persiana.
Stevenson era un maestro de la digresión y en La isla del tesoro hay un momento que todavía me resulta magistral. Es cuando Jim Hawkins, el héroe adolescente con quien nos identificamos desde la primera página, escapa de la cabaña donde está sitiado con los “buenos” de la historia. ¿Por qué? Para recorrer la isla, algo que había querido hacer desde que el barco atracó en ese lugar desolado y misterioso, donde sabe que hay un tesoro enterrado. Jim no aguanta la curiosidad y se lanza a la aventura, abandonando a sus compañeros en una situación difícil. La historia se detiene y comienza una larga descripción de los paisajes vírgenes de la isla: de pronto Jim advierte que está siendo observado y conoce a Peter Gunn, un viejo pirata “olvidado” en la isla años atrás. Stevenson nos transmite a la vez el asombro de la aventura y la incertidumbre sobre el futuro, el riesgo y la irresponsabilidad de Jim al desobedecer a sus mayores. A partir de ahí, la novela que ya era apasionante anuncio de lo extraordinario, nos sume en el desconcierto: cuando Jim vuelve a la cabaña, todo ha cambiado, ya no hay enfrentamiento y los piratas viven en el barco que sus amigos han abandonado. Cuando lo ven, ni siquiera intentan atacarlo. Creo que nunca sentí, como lector, tan sobrecogedoramente la inmersión en lo desconocido.
(Stevenson sabe que seguir con el combate hubiera apresurado el final, y también que tenemos tantas ganas de recorrer la isla como Jim, nuestro narrador. Su zambullirse en la tangente en ese preciso momento debe ser una de las decisiones más felices en la historia de la ficción.)
Con sus continuas digresiones, idas y vueltas, Llinás persigue un fin parecido: sugerir mil caminos posibles, sorprender, desconcertar, convencernos de que estamos frente a algo distinto. Si la película hubiera tenido una duración normal, no habría sido tan potente el goce que provoca la ilusión mentada en esas tres horas y pico. El final decepciona; pero miramos atrás y decimos “quién te quita lo bailado”, lo contado. Valió la pena.
En esto Llinás se relaciona, más que con cineastas, con escritores: su gesta de post-ficción tiene algo de Bolaño, o de la narración descocada e inverosímil de Aira. El mejor símil que recuerdo es La experiencia sensible, novela de Fogwill que también plantea una situación de alto interés, plena de posibles tangentes y revelaciones (una familia bien posicionada viaja a Las Vegas en plena dictadura: ramificaciones en la actividad del padre, su posible contacto con las jerarquías militares, el erotismo de la niñera que llevan con ellos, los secretos del mundo del juego) para luego negarse a continuar la historia y ofrecer unas pocas, contundentes páginas sobre el significado de la aventura, el sentido de la historia y de la vida. Creo que por aquí pasa la propuesta de Llinás: devolver a un cine que agotó sus posibilidades narrativas y apuesta a la descripción como principal recurso (de Alonso a Tsai) la posibilidad de contar historias, así sea al precio de escamotearles el último acto, para restituir al espectador –aunque sea por un rato- el goce primigenio de mirar y sorprenderse. En este sentido, su máquina desaforada de narrar no está muy lejos del David Lynch de Imperio o el Cronenberg de Festín desnudo. Como en esos films, el cierre de estas historias participa menos de una voluntad real de conclusión y más de un intento de dejarnos satisfechos con leves pinceladas de redención, puntos de concentración de sentido, o una canción amigable que nos compense por tanto rato de incertidumbre en la butaca.
Las fotos del rodaje son del sitio http://historiasextraordinarias.blogspot.com
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